sábado, 20 de noviembre de 2021

LA MISA DE PABLO VI, HEMORRAGIA DE LO SAGRADO

Del arcón: PAIX LITURGIQUE - Correo 86 publicado el 2 Abril 2018


Comunión en Manila en enero de 2015, durante una visita del Papa Francisco: pérdida del sentido de lo sagrado, pérdida del sentido eucarístico, el triste fruto de una reforma litúrgica que pretendía hacer más "comprensibles" los divinos misterios.



I – El ecumenismo como telón de fondo, pero solo en dirección al protestantismo

En el ámbito de la liturgia, el ecumenismo, palabra clave del Vaticano II, solo ha apuntado hacia el protestantismo. El Consilium para la aplicación de la reforma litúrgica, cuyo secretario era Mons. Annibale Bugnini, apartó de inmediato la veleidad de invitar a observadores ortodoxos, que él mismo había expresado previamente. En cambio, ya desde la sesión de octubre de 1966, cinco observadores protestantes asistieron a sus asambleas: dos designados por la Comunión anglicana; uno por el Consejo Ecuménico de Iglesias; uno por la Federación Luterana Mundial; y uno por la Comunidad de Taizé (Max Thurian), que asistieron a todas las reuniones. Poner la revisión total de la liturgia romana bajo la observación de representantes de las comunidades más críticas del culto «papista» era una revolución.

Fueron oficialmente consultados en diversas ocasiones. Por ejemplo, lo relativo a la eucaristía con una perspectiva ecuménica en la instrucción Eucharisticum mysterium, del 25 de mayo de 1967, fue redactado «teniendo en cuenta las observaciones de los hermanos no católicos» (Jean-Marie Roger Tillard, La Maison-Dieu, 3.er trimestre de 1967, p. 55). Más generalmente, esta influencia se ha manifestado, en un afán por «ir en su misma dirección», como por ejemplo, en la redacción de las nuevas colectas del santoral, en donde se buscó «suprimir en la medida de lo posible toda alusión a la intercesión de los santos» (Pierre Jounel, La Maison-Dieu, 1.er trimestre de 1971, p. 182).

Pero el principal punto de colaboración ecuménica ha sido la composición de un nuevo leccionario dominical. Los observadores protestantes han explicado, por ejemplo, que les chocaba que la liturgia tradicional utilizara pasajes de los libros de la Sabiduría para las fiestas marianas (Pierre Jounel, "Le Culte de la Vierge Marie dans l'année liturgique", Paroisse et Liturgie 87, pp. 13-14), y se les ha dado plena satisfacción. La cuestión era: ¿había que enriquecer el leccionario tradicional o crear uno completamente nuevo? Se pensó en un enriquecimiento siguiendo la tradición con un sistema de lecturas complementarias antiguamente en uso en algunos lugares, pero el P. Cipriano Vagaggini logró convencer a sus cofrades de que era necesario efectuar una revisión total.

Finalmente, el leccionario quedó así organizado:
1/ El leccionario de los domingos y fiestas introduce el principio de tres lecturas, con una lectura semi-continua de las epístolas y los evangelios en dos ciclos independientes.
2/ El leccionario ferial, con dos lecturas, donde la primera lectura consta de un ciclo de dos años, mientras el evangelio comprende un ciclo anual.
3/ El leccionario de los santos, con dos lecturas. Solo los textos que se refieren estrictamente a tal o cual santo son, de hecho, obligatorios. Y en las lecturas que acompañan los sacramentos, bautismos, bodas o exequias, reina la libertad.

En definitiva, una tradición más que milenaria ha sido subvertida, con la desvalorización de toda una tradición de comentarios antiguos (San Buenaventura) o modernos (Dom Guéranger) que se remitían al venerable leccionario romano.

II – Una expresión disminuida de la presencia real


Como resultado de este contexto ecuménico favorable al protestantismo se debilitó la reverencia debida a la presencia real en la Eucaristía. Esto surge de un conjunto de transformaciones.

Así, se han reducido las genuflexiones del sacerdote después de la consagración (doce en el misal tridentino, tres en el misal nuevo).

Se ha suprimido la obligación de unir el pulgar y el índice de cada mano desde la consagración hasta la purificación que sigue a la comunión. Esta práctica evitaba la caída de partículas de la hostia que hubieran podido pegarse a los dedos. Ya no existe el frotamiento de estos dos dedos encima del cáliz, que se realizaba por precaución después de cada contacto con la hostia. Como tampoco se recogen con la patena las partículas que podrían encontrarse en el corporal, para hacerlas caer en el cáliz, antes de la comunión de la Preciosísima Sangre. Por último, se ha suprimido la purificación de los dedos con agua y vino después de la distribución de la comunión.

Ya no es obligatorio que la copa del cáliz y del copón, así como la parte cóncava de la patena, sean doradas en honor a las sagradas especies. Un solo mantel basta sobre el altar, y no los tres manteles tradicionales que podían absorber el vino consagrado si llegaba a derramarse. La palia que recubría el cáliz para impedir que cayeran en él polvo o insectos se ha vuelto facultativa.

El relato de la Institución aparece, en el misal nuevo, más como una narración de un acontecimiento pasado que como una intimación sobre el pan y el vino presentes en el altar, en la medida en que los caracteres tipográficos utilizados para las palabras consagratorias son idénticos a los que las preceden y las siguen, mientras que en el misal tradicional, esas mismas palabras están impresas con caracteres netamente más gruesos. Del mismo modo, mientras que en el misal tradicional el Hoc est enim Corpus… y el Hic est enim calix… están separados de lo que precede por un punto y aparte, en el nuevo misal estas palabras están introducidas por dos puntos en el mismo renglón, como si introdujeran una cita narrativa.

La oración Perceptio Corporis tui, la más reverencial entre las oraciones preparatorias a la comunión –«Que la recepción de tu Cuerpo y tu Sangre, Señor Jesucristo, que aunque indigno, me atrevo a recibir, no sea para mí causa de juicio y condenación...»– se omite en el nuevo misal.

La modificación más importante del punto de vista del signo y de sus consecuencias en la reverencia y la fe de los fieles, es la introducción de la comunión en la mano por parte de los fieles. A partir de 1965/1966, sin autorización alguna, había comenzado a darse la comunión en la mano, abuso cubierto por las conferencias episcopales. La Santa Sede organizó entonces una extraña encuesta a los obispos del mundo para saber si esta práctica «salvaje» era legítima o no. Las respuestas enviadas por los obispos fueron en su gran mayoría negativas: la comunión en la mano no era legítima. Sin embargo, la Instrucción Memoriale Domini del 29 de mayo de 1969 le ha concedido el estatus de «excepción»: la comunión tradicional de rodillas y en la boca seguía siendo la regla, pero la Santa Sede dejaba a juicio de las conferencias episcopales la autorización de la comunión en la mano. Y el abuso, convertido en «excepción», se ha transformado rápidamente en regla: la casi totalidad de las conferencias episcopales han adoptado esta nueva manera de recepción de la comunión. En concreto, realizada en el contexto de la modernidad, esta recepción de la hostia consagrada en la mano quebraba una larga tradición de respeto religioso y conducía a la banalización de uno de los momentos litúrgicos más importantes y destacados para los fieles que participan en los divinos misterios.

III – El sacerdote jerarca se convierte en presidente


Paradójicamente, en la liturgia reformada, la distinción entre el presidente y los fieles se ha acentuado. En efecto, las formas cultuales tradicionales fundían a todos los participantes en un mismo conjunto ritualizado. El débil ritualismo de las ceremonias nuevas así como la gran cantidad de intervenciones libres del celebrante dejan un lugar considerable a su «juego» personal. Su presencia, en un acto cultual en lengua vernácula de principio a fin con algo de improvisación incluida, se destaca mucho más que en la forma tradicional.

En la misa nueva, el oficiante, más que un jerarca que intercede por su pueblo, es el presidente de la asamblea. La distinción sacramental entre el sacerdote y los ministros y fieles es menos marcada, como resulta de un conjunto de detalles: el Confiteor del comienzo de la misa es común a todos, el sacerdote ya no da la absolución que le seguía, mientras que en el misal antiguo hay un Confiteor reservado al sacerdote, seguido por el de los ministros y la absolución del sacerdote. Este pedido de purificación del alma del ministro se repetía dos veces más con dos oraciones que rezaba el sacerdote, una al subir al altar, extraída del Sacramentario leonino («Borra, oh Señor, nuestras iniquidades»), la otra al inclinarse ante el altar («Rogámoste, Señor, que por los méritos de tus santos, cuyas reliquias están aquí, y por los de todos los santos, te dignes perdonarme todos mis pecados»). La antigua distinción entre la comunión del sacerdote y la de los fieles (el celebrante pronunciaba tres veces el Domine non sum dignus…, comulgaba el Cuerpo y la Sangre y, después, se volvía hacia los fieles, quienes recitaban también tres veces el Domine non sum dignus…) ha sido abolida: el sacerdote dice con el pueblo, una vez, Señor, no soy digno de que entres en mi casa..., comulga y comienza la comunión de los fieles.

En cuanto a los acólitos, hay una inversión. En la misa tradicional, pueden ser laicos, pero durante el tiempo de la celebración se los asimila a los clérigos. En la misa nueva, los ministros del altar, claramente, siguen siendo laicos, lo que laiciza la celebración. Esto llega muy lejos: el motu proprio Ministeria quaedam de Pablol VI, del 15 de agosto de 1972, que ha suprimido las órdenes menores y el sub-diaconado, solo ha dejado subsistir los dos ministerios de lector y acólito, reservados a los hombres, quienes no obstante, permanecen en su condición de simples laicos. En todo caso, los diversos servicios litúrgicos de la misa, lecturas, intenciones de la oración universal, dirección de los cantos de la asamblea, moniciones y comentarios, distribución de la comunión como ministro extraordinario, son desempeñados por los fieles, en su calidad de laicos. Y esto lo confirma el hecho de que pueden ser tanto hombres como mujeres, quienes, al menos hasta ahora, no tienen acceso a la clericatura.

En lo que al servicio inmediato del altar se refiere, las instrucciones Liturgicæ instaurationes, del 5 de septiembre de 1970 e Inæstimabile donum, del 3 de abril de 1980, recordaban que las mujeres tenían prohibido el servicio del altar. A pesar de lo cual, la presencia de monaguillas se extendía cada vez más. Entonces, siguiendo el proceso habitual, se pasó de la prohibición a la autorización excepcional de lo que, en realidad, era la práctica común: una respuesta de la Congregación para el Culto Divino del 15 de marzo de 1994 precisaba que el principio seguía siendo idéntico («Siempre será oportuno seguir la noble tradición del servicio del altar confiado a niños varones»), pero que cada obispo podía, si lo consideraba oportuno, autorizar este servicio en calidad de «delegación temporaria». Una vez más, el abuso, recalificado como «excepción», se ha convertido prácticamente en la regla.

IV – Menos transcendencia, más «inserción en la vida»


El tema de una participación activa de todos los bautizados iba de la mano con la adaptación de los textos, gestos y símbolos para lograr una mejor comprensión del mensaje. La liturgia debía ser más pedagógica para los hombres de hoy (Sacrosanctum Concilium, n. 34). Esto muestra un extraño desconocimiento de los signos de los tiempos: nuestros contemporáneos, privados de este patrimonio simbólico por la reforma, lo buscan en las liturgias orientales y en la medida en que va siendo accesible, sencillamente, en la liturgia tradicional.

El paso de una lengua sagrada a una lengua de uso profano (y puramente profano, sin la distancia que proporciona una versión antigua, como por ejemplo, entre los anglicanos, el Book of Common Prayer o la Biblia del rey Jacobo, o el paleoeslavo entre los ortodoxos y algunos uniatas rusos) también contribuye a ello. De un discurso en una lengua propiamente litúrgica se ha pasado a un discurso en un registro inferior, que, en el mejor de los casos, recobra algo de sacralidad por el «tono sacerdotal» del celebrante, pero que, la mayoría de las veces, es totalmente banal.

La calidad de las expresiones de las nuevas oraciones, que se ha querido voluntariamente accesibles según el público al que se dirigen, acentúa esta impresión Así ocurre con la oración eucarística para diversas circunstancias: «[Jesús] que está presente en medio de nosotros, cuando somos congregados por su amor, y como hizo en otro tiempo con sus discípulos, nos explica las Escrituras y parte para nosotros el pan». En la primera oración eucarística para asambleas de niños: «Porque Jesús, un poco antes de su muerte, mientras cenaba con sus apóstoles, tomó pan de la mesa, y, dándote gracias, lo bendijo lo partió y se lo dio, diciendo: ... ». En la segunda oración para misa con niños: «En verdad, Padre bueno, hoy estamos de fiesta; nuestro corazón está lleno de agradecimiento». O también: «Él vino para arrancar de nuestros corazones el mal que nos impide ser amigos y el odio que no nos deja ser felices». En la tercera: «Podemos encontrarnos, hablar juntos. Gracias a Ti, podemos compartir nuestras dificultades y alegrías».

Aún más, contrariamente a la costumbre de la liturgia romana tradicional, ahora casi todo se dice en voz alta, en particular, la oración eucarística. Ahora bien, el silencio del canon, atestiguado desde el siglo IX, servía en la liturgia latina como iconostasio moral. El «secreto» de la acción sagrada era una de las grandes características romanas, imagen de la oración silenciosa de Cristo rumbo al sacrificio. En cambio, ahora, esta barrera misteriosa ya no existe, además de que la dicción en voz alta suele subrayar la forma bastante trivial del discurso. Uno se queda con la impresión de una «cháchara permanente», contraria a todo silencio y recogimiento. Sobre todo porque el celebrante, volens nolens, se atribuye la ceremonia a sí mismo, como si fuera un largo discurso personal.

Cabe señalar también un énfasis, cuyo origen remonta a la teología de los años cincuenta y sesenta, marcada por el descubrimiento, teñido de ingenua admiración, de las ciencias humanas. El fenómeno se manifiesta en la liturgia por el deseo de mostrarse vinculado a las realidades terrestres. El saludo entre los participantes en la eucaristía antes de la comunión destaca su solidaridad. Las «eucologías» que reemplazan el ofertorio valorizan la significación del pan y del vino como «frutos de la tierra y del trabajo de los hombres»

Este desplome de lo sagrado es el resultado de la introducción de numerosos elementos profanos en la celebración: la intervención de hombres y mujeres vestidos de paisano para hacer las lecturas o para dar la comunión como ministros extraordinarios; el saludo con la mano o con un beso en la mejilla a modo de signo de paz; el deseo de un buen domingo en la despedida de los feligreses como lo haría el panadero con sus clientes.

Sin olvidar que la generalización de la celebración realizada de modo intencional cara al pueblo contribuye enormemente a la decadencia ritual. Esta forma de celebración se había difundido mucho a comienzos de los 60, hasta convertirse en casi general hacia 1964-1965, de forma tal que la reforma conciliar ni siquiera ha legisferado sobre este punto. Por lo demás, se podría sostener que, en teoría, los textos la consideraban como una excepción (1), convertida casi en regla. La celebración nueva, con el altar-mesa más cerca de los fieles, sobre el cual se realizan a la vista y paciencia de todos, gestos bastante comunes, forma un todo con el cara al pueblo, como lo subrayan las violentas reacciones que produce toda invitación a abandonarla (2).

Mientras que las liturgias tradicionales, latinas o griegas, hacen tocar lo sobrenatural, destacando, paradójicamente, con sus gestos y palabras el carácter trascendente del misterio que develan al velar, por una especie de juego continuo de alejamiento/acercamiento (3), de todas estas «inserciones en la vida» practicadas por la reforma, resulta claramente una impresión de rebajamiento de la trascendencia del mensaje.


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(1) Ver Cyrille Dounot, «Plaidoyer pour la célébration ad orientem», L'Homme nouveau, 3 de diciembre de 2016, p. 11.
(2) No hay más que ver las provocadas por el discurso pronunciado el 5 de julio de 2016 por el cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, en la apertura del coloquio Sacra Liturgia, en Londres.
(3) Ver Martin Mosebach, La liturgie et son ennemi, Hora Decima, 2005.

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