ESI: Aportes Políticamente Incorrectos
LA FOTO ANTIGUA
Por Antonio Caponnetto
Entre las aborrecibles costumbres que se han puesto de moda, hay una que llama la atención por su carácter sutilmente endemoniado. Consiste la misma en encargarle un hijo a algún vientre natural o artificial, manteniéndose deliberadamente el comprador en <padre> o <madre> dedicado a una soltería prostituyente y trotamundos. En tamaño esquema de vida, el niño apenas si resulta algo equiparable a una mascota animal.
Ya no de la cristiana y caritativa adopción se trata. Es, la que mentamos, una industria genética de altísimo costo, para que ricos y famosos satisfagan la excentricidad de poseer contra natura lo que se niegan a fundar en consonancia con el Plan Divino. Bajo la aparente inobjetabilidad de querer fungir de papás y de mamás, los constructivistas de bebés para <familias> alternativas, no son sino la versión remozada del esperpento que imaginara Mary Shelley.
El desfile soez de estos viciosos caprichos de la ingeniería humana se ha incrementado por doquier y su promoción alcanza límites inusuales. Allí va oronda, por caso, la pelandusca fulana con su amuleto-baby recién adquirido; el bujarrón perengano con su fetiche crío viajero a grupas de una pelvis en ocasional condominio; o el travestido o la sáfica aupando desdichados infantes como quien porta un talisman o un totem para la tribu.
Parodian ser progenitores. Son depredadores de la biología, por no escalar más alto en la calificación del pecado. Simulan ser madres. Son artífices de nefandías que claman al cielo tanto como a la tierra. La plata habida al precio de rifar el decoro, amén de los cuadriles, les otorga esta extraña franquicia que no soñaron ni los peores esclavistas: negociar con carne niña, entregándola impúdicamente a las redes sociales, desde el primer minuto. Altas ganancias tabula el mercado a los exhibicionistas de infancias. La puericia se ha vuelto mercancía y los matarifes del candor lucran muy bien con su despreciable oficio.
Se suceden así, desde el instante inicial en que el desdichado inocente llega a este mundo (y aún antes, desde esos mondongos convertidos en escaparates publicitarios) una seguidilla imparable de fotos, filmaciones, videos, instantáneas, cortos, spots, flashes y cuanta parafernalia se ha inventado al servicio de la imagen: la nueva divinidad de un mundo que ha abolido al logos.
Existir es ser fotografiado; me filman, luego existo. Y no conforme con reducir la condición óntica a la aparición multiplicada en infinitas pantallas, el torrente frenético de imágenes contabilizadas, dará cuenta, al cierre de cada día, si estoy en la recta senda de la popularidad virtual, o si acaso debo lamentarme por ser sólo un hombre real, de carne y hueso.
No siempre fueron así las cosas. Hubo un tiempo -al que llamaré posesivamente el mío; esto es, el de los albores de un septuagenario- en el que una casa albergaba “la foto”, en singular. Precioso recuerdo, obtenido no sin esfuerzos materiales, para registrar esos momentos principales de la vida, que, casi sin excepciones, estaban relacionados con los sacramentos o con las cordiales circunstancias de un paseo, una graduación, una reunión de parientes o un acontecimiento festivo.
En ese mundo de sobriedad icónica descubríamos nuestros rasgos antecedentes, nuestros gestos ancestrales, nuestros ineludibles parecidos con el varón o la mujer que sabíamos nuestros padres. Y hasta inferíamos con extraña sinergia cómo habrían sonado aquellas voces, como habrían caminado esos pies o como habrían transportado las tinajas y los barreños aquellas lejanas manos.
Una foto única de mis abuelos paternos fue toda la posibilidad que tuve de conocerlos. Sobrevivía enmarcada a pesar de trashumancias dolorosas y precoces, cumpliéndose en la mismo el presagio de Miguel Hernández: “Algún día, se pondrá el tiempo amarillo, sobre mi fotografía”. La foto antigua nos restituía el origen, la cepa, la cuna; la genealogía hogareña constituida por la unión ante Dios de uno con una y para siempre. La foto vieja y ajada de la casa no era vintage ni efecto del photoshop. Era testigo de la prosapia, imbricada de cicatrices, labores arduas, brazos viriles y regazos de señoras dignas.
Se lo decía al amigo Gastón Guevara, prologándole su valioso libro “Restaurar el rostro del niño” [Buenos Aires, Cor ad cor, 2016]: Si no se quiere incurrir en estos salvajes desvaríos vueltos moneda corriente, hay que recordar un texto de San Agustín, según el cual, para conocer a los pueblos y a los hombres hay que preguntarles lo que aman.
Está claro que en la mirada del Hiponense, el amor por el que inquiere como requisito para descifrar la valía de las creaturas, no guarda relación alguna con las actuales y simiescas manifestaciones amorosas. Por el contrario, se aleja y distancia de este mundillo de afectos falsos y superficiales, entretejido de claudicaciones en la carne y de desarraigos en el alma.
El amor aquí mentado, en suma, es aquel “che muove il sole e l’altre stelle”, según sabia sentencia del Dante. “Amor mi mosse, che mi fa parlare”.
Ante todo amor por el rostro del niño. Porque la corporeidad tiene su jerarquía, y por lo mismo su subversión. Y así como ahora, para nuestra vergüenza irremediable, los cuerpos son evaluados anatómicamente por aquellas partes que no están llamadas a exhibirse, tiempos mejores hubo en que todo lo digno de ser mostrado por el hombre se cifraba en su semblante. Su villanía o su decencia se espejaba en la faz. En el visaje de su encarnadura quedaba grabada la hidalguía y el decoro; y por eso el término rostro, entre las antiquísimas culturas orientales, designó precisamente al honor y al prestigio.
Hablando de la liturgia del gesto, Romano Guardini nos ha dicho que, después del rostro, son las manos la parte más espiritual de lo que en nosotros es físico. Primero entonces el rostro. Vuélvenos el Tuyo, Señor y Padre Nuestro, pedimos en los días cruciales de la Cuaresma. Y el Señor nos lo devuelve según los propios merecimientos. ¿Tenemos el nuestro lo suficientemente limpio para ser depositarios de aquella Santa Faz?
En el anecdotario de la vida de Miguel Angel Buonarroti, se cuenta la costumbre del enorme artista de buscar modelos para sus personajes bíblicos entre los hombres de su entorno. A ellos acudía movido por la inspiración. Y sucedió que un día halló la cara exacta que analógicamente podía servirle para pintar a Jesucristo; y tras muchos años, volvió a hallar otra tristemente apta para describir a Judas. Dura fue la sorpresa y largo el llanto del artista y del modelo, cuando descubrieron que se trataba de la misma persona. En el medio, la iniquidad había dejado sus huellas en el rostro.
Para que no sucedan estos dramas, “es necesario volver a enseñar a rezar al cuerpo”, escribe Hélene Lubienska de Lenval. Es necesario restaurar el rostro del niño en la plegaria; pero criarlo y educarlo de tal modo que así –en el esplendor de su decencia y de su ruego- lo conserve con el paso de los años y los días.
La psicología moderna, con su ideología del género que la sobrecarga de malicia, no deja de ofender a la infancia, señalando en la misma, presuntas etapas evolutivas hegemonizadas por la genitalidad, aún en sus acepciones meramente glandulares. La psicología que no traiciona su objeto formal -que sigue siendo el alma- preferirá siempre medir el crecimiento del niño por la pureza de su rostro.
Misteriosa aquella Égloga Cuarta de Virgilio, que hablando de un Niño que nacerá para gloria de la humanidad toda, le dice significativamente: “comienza ya, niño, a reconocer con una sonrisa a tu madre”. No habrá infancias que puedan cumplir con este trascendental imperativo, si sus rostros no son restaurados. Y si no lo son, decrecerá la niñez, la maternidad y la sonrisa. Casi nos tememos que es exactamente lo que está sucediendo, o lo que el demonio procura que suceda.
Junto al rescate del rostro del niño, hundido en el vértigo de las selfies, el instagram o el facebook, en manos de aquellos apropiadores degenerados que mencionábamos al comienzo, habrá que izar como un pendón desafiante en estos tiempos el preciado valor del silencio.
Que no es el del “minuto” forzado, hecho a pedido, entre bullicio y bullicio, para honrar por lo general a quien no lo merece. No es ninguna categoría reñida con la moral, como pueden serlo el disimulo, la ocultación o la afonía de las esencias. Ni tampoco alguna secuela de acciones meramente físicas, tal la de quien baja o suspende el volumen de algún artefacto infernalmente convocado a la batahola. Celebrables son estos pequeños gestos, porque constituyen hoy todo un desafío. Comparable al de aquellos personajes de los cuentos de Bradbury que se convierten en fusileros del teléfono o del televisor. Pero es algo distinto el silencio aquí amado, y como tal defendido. Y posiblemente haya sido Dionisio quien mejor nos lo enseñara.
Es inefabilidad; rara capacidad del contemplativo de respetar con la clausura de sus labios aquello que no alcanza la voz para ser nombrado. Es subida al Monte, para unirse místicamente a Dios en la cima, donde reina, precisamente, el Divino Silencio. Es circunspección, virtud preciada que engendra la prudencia. Es sosiego, virtud también aunque de la fortaleza se nutre. Pero es, por sobre todo, castidad. Ese no “extender el ánimo fuera de sus metas”, con que define lo propio del hombre casto el buen Dionisio.
Porque equivocados están los que creen que basta con la continencia o con el simple recato para que la castidad se haga presente. Va de suyo que son dones preciados, como la integridad y la pureza. Pero hacer callar lo superfluo, lo innecesario, lo banal, lo contaminado de trivialidad y de exteriorismo dispersivo: ésto es propiamente el atributo central del hombre casto.
Quien calla de este modo podría decir con Fernández Unsain, que lo tiene todo, “sin otro Dios que Dios, el del Silencio”. Por eso el mejor de los silencios es aquel que es ofrenda y oblación al Señor, en la bella plenitud laudante de la liturgia católica.
Los padres y los maestros que necesitamos, entonces, son aquellos que pueden restaurar el rostro del niño; que no es lo mismo que fotografiarlo compulsiva y adictivamente para que gane la pulseada de la existencia digital.
Los padres y los maestros que necesitamos son aquellos que se mueven armónicamente entre el silencio y la palabra. Quienes valoran y ejercitan el ocio contemplativo, y saben la importancia que posee el corazón de sus discípulos y el suyo propio. En suma, los que pueden ser definidos como Cooperatores Veritatis, según precisa fórmula acuñada por San José de Calasanz.
Tener la posesión y el señorío sobre la palabra exige haberla acunado en la matriz del silencio. Mas exige asimismo que ella no sea sólo sonoridad sino verbo interior; no sólo locución sino iluminación; no únicamente emisión de nombres sino invocación y resonancia de la Palabra hecha carne. Sigue siendo prioritario en la forja vocacional y profesional del docente, entender y atender lo que anuncia el Evangelio:ex abundantia cordis os loquitur. De la abundancia del corazón habla la boca.
Tarea y misión del maestro y de los padres es asimismo inteligir y practicar la pedagogía cordis. Y para que no incurramos en emocionalismos distorsivos ni en sentimentalismos vacuos, recordemos al respecto al Cardenal Newman. Porque este reconocido converso, entre las tantas cosas fundantes que albergó en su derrotero educativo, supo guardar el tesoro preciado del corazón, entendido, no por oposición dialéctica a la razón, sino como potencia de profundización, de hondura, de penetración, de conocimiento intuitivo. Es el intellectus del lenguaje tomista, no sin antecedentes en la metafísica de Agustín y en los seculares textos de los Padres.
El maestro y el padre –que para el caso convergen en la figura del genitor- que aspiren a ser reconocidos y recordados como tales, serán aquellos que saben que hay una capacidad de la voluntad para ser movida por la bondad y por el valor intrínseco de los bienes. Y que no cumplirán su oficio sino mueven a esa voluntad hacia su meta connatural y preciada. Por eso son llamados cooperadores de la Verdad, y testigos de esa misma Verdad a la que muestran como fin atractivo y reclamable.
Ahora vayamos a casa, a buscar esa foto vieja, ese papel añejo, con bordes de líneas sepias y alguna arruga o dobladura indeclinable. Volvamos a encontrarnos con los rostros que no salieron de probetas, ni de bancos de semen, ni de laboratorios genéticos ni de locación de tripas. Volvamos a encontrarnos con nuestros padres, esposo y esposa, varón y mujer; y con la plana mayor del abuelazgo.
Y aunque los años nos hayan cubierto de estrías y de surcos, entre los repliegues de la piel cansina regresaremos a toparnos con la inauguración del linaje. Que es regresar, en el fondo, a aquel instante sin tiempo en que el Señor se dijo a Sí mismo, para decírnoslo después: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.
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Vaquita Escolar
Por ANTONIO CAPONNETTO
“pero tenía marido...”
Federico García Lorca
Los que ya peinamos canas o padecemos la fuga vertiginosa de antiguas guedejas, recordaremos muy bien que en los primeros años de la escolaridad primaria, todos los miembros de nuestras generaciones fuimos obligados a redactar una composición titulada “La vaca”.
Se suponía que de ese modo -¡oh manes del conductismo!- nos ejercitaríamos en una especie de iniciación literaria, mediante la cual, si no saldría un Garcilaso, al menos devendría un decoroso alfabetizado. Lo que a la vista de lo que se obtiene ahora, era aquello como egresar con el Siglo de Oro nimbando nuestras testas.
Acertado o desacertado el procedimiento, lo fatídico era que un día llegaba hasta nuestros pupitres la previsible y temida orden de consagrarle alguna verba a la res, como dijo cierto latinista posconciliar. Y allí estaba el docente, que pintó Castellani en “El nuevo gobierno de Sancho” para motivarnos con este credo bovino:”La vaca es un animal que tiene cola,cuatro patas, cuernos y cabeza. También da leche, queso y manteca.¡Qué animal tan útil es la vaca!”.
No era muy recomendable apartase en demasía de semejante syllabus becerril, al momento de estampar la requerida composición escolar; aunque no obstante, nobleza obliga, se nos instaba a avanzar siempre con la creatividad, dentro de la fraseología predeterminada por el Ministro de cultura boyal.
Sucedió entonces –y al rememorarlo gozo- que al no saber ya qué escribir en mi opera prima sobre el rumiante ser, mis siete años me dictaron esta sentencia, al modo de un estrambote conclusivo :“El marido de la vaca es el toro”.
Recuerdo como si hubiera sucedido esta mañana la risa desbordante que le causó al leerlo, a quien entonces -sin el holgazán y confianzudo apócope de hoy- llamábamos “Señorita” del grado. La buena mujer (la Iglesia va a tener que reabrir el limbo para no dejar sin hogar a las hijas del Normalismo), no sabía cómo reaccionar frente a la ocurrencia. Causó sin quererlo la hilaridad del grupete todo, cuyos integrantes, como aún no existía el bullying, se dedicaron con brío a lo que en aquella dichosa edad argenta se llamaba redondamente la cachada; esto es la burla, broma o simple tomadura de pelo, según define el Diccionario del habla de los argentinos, de la Academia Argentina de Letras.
Los “cachadores”, al parecer, como los burladores del Conde Lucanor, se extralimitaron un poco en su oficio; lo que obligó a la “Señorita” a reponer el orden alterado, evitando que la conyugalidad de los bóvidos fuera motivo de un jolgorio eterno.Y se nos explicó a continuación el concepto básico de hablar en sentido figurado, de usar metáforas y hacer gala de licencias idiomáticas.
Pero sobre todo, se nos explicó que el término marido procedía del latín, y que en su etimología se emparentaba naturalmente con la palabra macho. Hablemos claro: ¡la vaca podía tener marido!; y a nadie causaba ofensa el vocablo, ni en su aplicación lingüística ni tampoco, o por lo mismo, en su yuxtaposición al género femenino, puesto que era lo natural que así sucediera.
Después, con los años, hallé en San Isidoro de Sevilla y en el infalible Corominas, que marido, en efecto, puede admitir un uso idiomático que remite al másculo, sin especificar demasiado la especie. Y reí a dos carrillos con la zafiedad de nuestro Braulio Anzoátegui y su relato titulado Don Senén:
“Lleva la niña la vaca a la dehesa y se cruza en el camino con el cura de la aldea.
-¿Adónde vas pequeña?
–Llevando la vaca al toro, Don Senén.
-¡Pero qué, hija! ¿Qué no lo puede hacer tu padre?
-No, señor cura: que tiene que ser el toro”.
Lo que tenía que hacer en exclusiva el toro del cuento es también una forma de trasladar al universo mugiente lo que hace el maritus, desde Adán, el primero.
A estas cavilaciones y remembranzas infantiles nos llevaron las noticias de los diversos homenajes y reivindicaciones –oficiales y oficiosas- que se les están prodigando hoy a Virginia Bolten,fundadora en 1896 del periódico feminista-anarquista La voz de la mujer, cuyo lema, copiado de los arrabales guarros del mundillo libertario, era el clásico:<Ni Dios, ni patrón, ni marido>. Trilogía vociferada cada vez más frecuentemente entre la marranada verdosa, y que no sabemos si nos explica que la divinidad es negada por ser cónyuge, o el esposo por ser un tipo divino o el patrón, discriminatoriamente, por ser una especie de centauro, mitad dirigente gremial y mitad candidato a presidente.
La ideología de género, que ensucia a sabiendas todo cuanto roza, no podía dejar en paz y en pie el concepto de marido. En la guerra semántica que alucinadamente libran,la sola palabra denota y connota un abanico de maldades y atropellos. Excepto, claro, y vaya con la paradoja, cuando el <marido> lo es de otro hombre,según ha quedado habilitado por la ley de himeneos pluriorificiales.
En ese caso,<el marido>,convenientemente borrado de la trilogía maldecida por las feministas, se convierte en una suerte de modelo para el lenocinio dominante. Ser marido, a secas, es señal de explotación patriarcal; cuanto menos. Serlo de algún androide burdelesco, garantiza, de mínima, un encumbramiento episcopal o sociocultural de altísimo rango.
Nos socorran en estas circunstancias aterradoras, las figuras arquetípicas de San Joaquín, marido de Santa Ana; de San Louis Martín, consorte de Marie Zélie Guérin, padres ambos de Santa Teresita de Lisieux; de San Aquilino,desposado con Santa Priscila, cooperadores mártires del Apóstol Pablo; de San Gordiano, cónyuge de Santa Silvia, padres los dos de San Gregorio Magno; de San Vicente, príncipe nupcial de Santa Valdetrudis; de San Walberto, marido de Santa Bertilia; de San Isidro Labrador,otrosí de Santa María de la Cabeza; de San Nicolás de Flüe y su heroica dama Dorothy Wiss; de tantos virtuosos varones, de todos los tiempos y espacios, de todas las condiciones y posiciones, de todos los rangos y geografías, a quienes jamás se les pasó por la mente que su condición de marido era un abuso de la masculinidad, sino una gracia de estado que otorga el gran sacramento del matrimonio. Y así vivieron, trabajaron, se esforzaron y consumieron, prestaron servicios múltiples y abnegados, y murieron una noche o un alba tomando como dechado a San José, compañero impar de María Santísima, desde esa boda divinamente irrepetible con que el buen Dios lo premiara.
No; mientras amemos,protejamos y defendamos rectamente a nuestros hogares y nuestros altares, no vamos a pedir perdón por ser maridos. Ni habrá fraseología anarco-feminista que nos pueda inculcar complejos de inferioridad o de culpa.
Muchas vacas pasaron las tranqueras de la escuela, desde los días de mi infancia. Estaban las líricas,como las Del Valle Inclán, que metaforizaban a la luna sobre el mar, diciendo de ella: “y peregrina en las doradas huellas, fue sobre el mar una nocturna vaca”. Las punzantemente irónicas, como la de Quevedo, dirigida a la volátil y perpetua Flori: “¿ves que sabe sentir ser desdeñado, y que su vaca tenga otro marido?”. Las épicas de Lope de Vega: “y de los huesos de vaca los cañones para batir la torre”. O la de Alfonso Reyes, que le sirvió para comparar a un caballito de su niñez: “y vino el pinto, un poney, manchado como vaca de blanco y amarillo”. Llegó también la de Vicente Huidobro, para indicarnos que hay que “ordeñar un viñedo como una vaca”. Y arribó,ya algo manoseada por tantos tópicos colegiales y ruralistas encomios, la celebérima de Humahuaca, quien –aunque con algún tufillo progresista- al menos era abuela, obediente y estudiosa. Lo que permitía inferir la vigencia del orden natural de las reses.
Pero cuando leo que en sesudos trabajos de investigacion sobre el género, como uno de la Universidad de Oviedo, que el “sexismo lingüístico”, se agazapa y nos acecha tras la dicotomía vaca/toro, presentada la primera como víctima del estereotipo de la sumisión por ser ordeñada por el mundo patronal masculino, creo que el amigo Juan Luis Gallardo se quedó corto en su chanza “Las vaquillonas feministas” con la que inicia sus “Comparancias y Sucedidos”.
Retorno, pues, al sabio candor de mi primera infancia. Y como a la casada infiel del romance lorquiano, confieso que la vaca aquella de mi composicón temprana tenía y sigue teniendo marido. Que ser marido es oficio del varón, respecto siempre, pero siempre, de una mujer esposa. Que no hay nada que dialogar ni que consensuar al respecto. Y que ser marido es, para el católico fiel, obligación ineludible de imitar al Divino Esposo,que no se aprovechó de beneficio alguno ni usufructuó privadamente de su prevalencia, sino que por la Esposa, y por sus hijos todos, dejó la carne y la sangre, el pellejo y la osamenta sobre una Cruz de madera, cabe el Monte Calvario.
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