Comentario del Dr. Santiago Vázquez al libro Respuestas sobre la independencia, de Antonio Caponnetto (Buenos
Aires: Bella Vista Ediciones, 2020)
“La tragedia de la
Argentina es que quiso ser otra, y lo consiguió. Ahora está condenada a ser
otra indefinidamente y eternamente, como los brutos animales en la tierra y los
condenados en el infierno”
“Ahondando en la
argentinidad es la única manera de llegar a la raíz común, al vínculo
natural-maternal. Por Martín Fierro se va al Quijote y al Cid”
“El resultado del fenomenal error (que en el fondo
consistió en la ilusión insensata de querer hacer al país de nuevo) fue que la
Argentina quedó descoyuntada en su ser moral, cultural y político; y al mismo
tiempo (lo que parece un castigo de Dios) atrasada en la misma técnica –y
sangrada a fondo por el imperialismo extranjero. Nada de misterio en esto. Lo
que es misterioso es cómo todavía no nos fue mucho peor.”
Leonardo
Castellani
“¡Soldados! Vais a penetrar en territorios de nuestro
amado rey Fernando VII, que se hallan oprimidos por unos cuantos facciosos.
Sólo venís a libertar a los paraguayos y naturales de Misiones del cautiverio
en que se hallan. Paz, unión, verdadera amistad con los españoles amantes de la
patria y del rey; guerra y destrucción y aniquilamiento a los agentes de
Napoleón, que son los que encienden el fuego de la guerra civil”
Arenga de Belgrano a sus soldados del 15 de diciembre
de 1810
“Los individuos de Hispanoamérica son como
una prolongación de España [...]. La Hispanidad tiene pues más sentido para
nosotros que para los mismos españoles. Para nosotros es el trasfondo social de
nuestra nacionalidad concreta. Lo que es Europa para las naciones europeas, es
la Hispanidad para los hispanoamericanos [...]. Sin los ingredientes ibéricos,
las naciones de Hispanoamérica quedarían casi totalmente evisceradas”
César Pico
“Fue la propia monarquía al adoptar las ideas
de la Ilustración, la que rompió con los fundamentos tradicionales en que se
apoyaba [...] el objetivo religioso se fue olvidando, la justicia dejó de ser
la principal inspiradora de la acción gubernativa, y el buen tratamiento de los
indios quedó subordinado a las conveniencias políticas o económicas”
Ricardo Zorraquín Becú
“No eran realistas contra patriotas. No. Eran
bonapartistas, afrancesados, iluministas y borbones, contra quienes no querían
aceptar ninguna de estas condiciones en América. Entreverados y confundidos
todos, eso sí; americanos y españoles, en un verdadero revoltijo bélico o
mezcolanza facciosa”
Antonio Caponnetto
“El hombre normal es casi siempre nacional.
El patriotismo es la más popular de todas las virtudes”
Gilbert Chesterton
PREAMBULO NECESARIO
No es para antipatía del lector, ni para presumir una
erudición de que carecemos, que nos permitimos iniciar el presente comentario
con este haz de citas de diversa procedencia. Ellas nos ponen rápidamente en la
pista de los temas que la presente obra aborda. Ellas nos dan, asimismo, cual mapa
topográfico, un panorama de los cauces sinuosos y tortuosísimos (en el choque de
corrientes con direcciones opuestas, y en la presencia de turbideces y de
transparencias de diversa intensidad pero de clara evidencia para quien quiera
verlas) por los que transcurre o por los que debería transcurrir, la discusión
en torno a los temas de esta obra. Por último, ellas (y recordemos que de las
citas iniciales estamos hablando) nos sugieren –si atendemos a todas sus
implicancias y nos desprendemos de los muchos prejuicios y caricaturas que en
torno a estos temas hoy abundan- una perspectiva de abordaje que es la que la
presente obra adopta con auspiciosos resultados.
Esta perspectiva, rigurosa pero no impasible, y
apasionada pero no miope (porque los amores rectos no ciegan la inteligencia
sino que le dan el único idioma con el que ella puede leer dentro de las cosas
y de los hechos), es aquella que, apegándose escrupulosamente a los hechos y a
los documentos, no los presenta desnudos como si la tarea historiográfica se
redujera a consignar hechos. “Se hace
ciencia con hechos como una casa con piedras. Pero una acumulación de hechos no
es una ciencia, lo mismo que un montón de piedras no es una casa”, nos
recuerda Caponnetto citando a Henri Poincaré (p. 105). La mentada casa es la
verdad, ese sol duro pero claro, al decir de Maurras, o esa tierra prometida a
la que se llega después de peregrinar largamente por el desierto, al decir de
Evagrio Póntico.
Y a esa verdad se llega, en el contexto temático en el
que se inscribe esta obra, cuando al relevo escrupuloso de los hechos y
documentos, sigue la mirada filosófica, teológica y al fin poética que intenta
escudriñar las líneas de fuerza, los designios de la providencia y las
intervenciones del Malo, en los hechos que han acaecido. Una mirada que,
ciertamente, todo cristiano debe tener al aproximarse y al estudiar temas
históricos si no quiere transformarse –en nombre de una presunta y
autoproclamada “fe sin ideología”– en uno de aquellos “refutadores de leyendas”
que tan bien pintó Dolina.
Antes de comenzar a presentar y comentar esta obra, y
para terminar de ganarnos la antipatía de nuestros lectores, será necesario
realizar una serie de aclaraciones. El carácter controversial de esta obra y el
cúmulo de prejuicios injustos y maledicencias, en ocasiones francamente
canallescas, que pesan sobre al autor, nos obligan a este preámbulo.
En primer término, es necesario decir algo acerca del
carácter apologético de esta obra ¿Por qué? Porque sospechamos que existirá una
primera categoría de impugnadores del presente libro: aquellos que tienen ya
una idea formada y fraguada acerca del autor, y que simplemente dirán al
enterarse de la existencia de este libro algo así como lo que sigue: “Uf!...
Caponnetto respondiendo y polemizando otra vez.”, o “Ya está, que pare un poco”,
dirá uno más joven. Si pudiéramos responder a esta primera categoría de
impugnadores mejor que el mismo Caponnetto, lo haríamos. Pero no podemos:
“El grueso de lo que escribimos posee el tono
controversial y polémico, propio de quien se dedica, en gran parte, a lo que
podríamos llamar, genéricamente, la apologética. Sin que eso implique elogio
alguno. En tal sentido tenemos por la cosa más natural del mundo la aparición
de discrepancias, diferencias de matices, de grados, o simplemente opugnaciones
frontales. Sin más mérito que el paso de los años, hemos llegado a adquirir un
cierto entrenamiento para tales pugilatos, y la verdad es que ni nos
envalentonan ni nos arredran. Cuando tales debates son edificantes y limpios,
suelen dar resultados, y en lo personal es mucho lo que nos auxilian y enseñan.
En caso contrario, derivan en peleas desagradables y estériles.” (pp.
17-18)
Con esta esta obra nos hallamos frente a un modo de
plantear el debate que resulta edificante y limpio. La honestidad intelectual
no es una declamación vanidosa que adorna la introducción. Ella, como el
marechaliano caballo de granja, campea en toda la obra y se deja ver, por
ejemplo, en el cuidado con el que son elaboradas las preguntas pues con ellas
se está exponiendo muchas veces la posición de otros autores con los que se quiere
legítimamente debatir. El esfuerzo por no desfigurar en nada dicha posición, se
nota. Y esto es ya un mérito, en tiempos en los que la caricaturización
burlesca y la descalificación cobarde de la “cultura” bloguera y las redes
sociales, es moneda corriente a la que nos acostumbramos y cuya gravedad
deshumanizante no dimensionamos.
Por lo demás, frente a esta primera categoría de
impugnaciones debemos subrayar que el tipo de apologética que aquí propone y
cultiva el autor, tiene, por lo menos, dos enormes méritos: primero, desde el
punto de vista científico (pues en el terreno de la historiografía científica
se juega una buena parte de la obra) es absolutamente legítimo y necesario, e
inobjetablemente valioso. Se trata, en efecto, de la obra de un historiador
maduro que posee un manejo soberbio de las fuentes y de la bibliografía
especializada pero que no cae en el pecado del especialista o del “bibliólatra”,
que se siente culpable si a una afirmación suya no le sigue media página de
notas al pie con aclaraciones y referencias. Digamos de paso que esto sucede
porque además de ser la obra de un historiador consumado, es el texto de un
hombre que sabe escribir. El libro nunca pierde intensidad, prolijidad,
atracción.
El segundo de los méritos que decíamos, consiste en el
enorme valor formativo que una obra de estas características posee. Porque
posibilitar que nuevas generaciones se acerquen seriamente a estos temas, no se
contrapone con la rigurosidad que los problemas abordados exige. Lo que sucede
es que para conjugar ambos resultados hay que ser, a la vez que “historiador
científico”, docente apasionado.
No obstante, el autor –formado en una generación y en
una época en las que conjugar el verbo combatir no era hacer apologética
ociosa, sino exponer el pellejo frente a un enemigo que con violencia
terrorista o con tiranía democrática, hacía peligrar la vida, el sustento y la
libertad– no se olvida que “la vida intelectual no puede ni debe ser reactiva
[sino que] han de fijarla los grandes amores y los principios perennes” (p. 18).
Una cosa más digamos en este ya extenso preámbulo.
Tiene que ver con algo que el autor señala hacia el final de la introducción y
que debe ser adecuadamente ponderado. Caponnetto invita a los impugnadores
honestos de las tesis que defiende, a dialogar con él. Si para los impugnadores
necios (que lamentablemente existen en estos temas, hablando y criticando sin
conocer o sin justipreciar la gravedad del tema) opone las duras palabras del
libro de los Proverbios (“nunca respondas a un necio, para que no se estime
sabio en su propia opinión” [26, 4-5]), para los historiadores e intelectuales
honestos que discrepan con él, ofrece el fruto de sus reflexiones y estudios en
espíritu de unidad, y en actitud de debate honesto, cordial y respetuoso. En
definitiva de lo que se trata en estos temas es de ver y contemplar, cuándo y
dónde ganó la Hispanidad en tanto espíritu (y forma cultural, política y
social) que nos engendró y al que debemos la fe cristiana.
CONTEXTUALIZACIÓN DE LA
OBRA
Pues bien, ya es momento de adentrarnos en la obra.
El presente libro constituye la prolongación natural
de uno anterior del mismo autor titulado “Independencia y Nacionalismo”. Como
bien señala la introducción, esta pequeña gran obra carecía de toda pretensión
historiográfica. Simplemente trazaba (con un notable esfuerzo de síntesis y
equidad) las líneas maestras de un modo de ver la historia y la realidad
argentinas, ampliamente expuesto por los grandes autores de la historiografía y
el pensamiento nacionales. El periodista español Javier Navascués Pérez, conocedor
de aquella primera obra, celoso apóstol de la verdad y, por lo mismo, exento de
aquellas sonoras y alegres bromas que sobre los periodistas supieron hacer los
padres Castellani y Grasset[1],
se preocupó por difundir la obra desde su portal web entrevistando a
Caponnetto. De esa primera entrevista, que debemos al periodista español, se
fue perfilando un libro que, tomando como base las incisivas y justas preguntas
de Navascués (que componen la primera parte del libro), tomó posteriormente la
forma de preguntas autoformuladas y respuestas.
Debe quedar asentado así el reconocimiento a Javier
Navascués cuya inquietud y celo por la verdad sirvió de impulso para la
creación de esta obra. Pero debe quedar asentado también el mérito enorme de
Caponnetto al seguir una metodología que permitió, a la vez, claridad
expositiva, rigor historiográfico, escrupulosidad analítica, escritura ágil y
exposición clara de las posturas en debate. Porque el cuidado puesto en la
formulación de las preguntas manifiesta, amén de respeto para con los autores
que sostienen una u otra posición, una reflexión honesta, madura y erudita en
torno a problemas históricos complejos de los que Caponnetto viene ocupándose
desde hace décadas.
PARTES DE LA OBRA
Así las cosas, podrían distinguirse en el presente
estudio tres grandes partes: la primera y más breve que contiene la entrevista
de Navascués. La segunda, que comprende lo más grueso de la obra y que está
compuesta por las preguntas autoformuladas con sus respectivas respuestas. Por
último, y como frutilla del postre, el autor nos regala una larga y profunda
reflexión, que por momentos se transforma en un trabajo erudito que sugiere y
abre numerosas vías de investigación, acerca de un tópico que le es –y nos
es– particularmente entrañable, además
de necesario en estos tiempos de eclipsamiento y de embriaguez informativa, y
que se titula “El católico y la patria”.
La primera parte tiene, entonces, todas las
características de una entrevista. Los temas se presentan de modo sintético, a
vuelo de pájaro, y con conceptos densos que son presentados y expuestos con
cuidado pero, naturalmente, sin la exhaustividad que sí veremos presente en las
páginas posteriores. Esto es importante señalarlo pues, lamentablemente, podemos
temer que no faltarán los clásicos lectores “de-primeras-10-páginas” que
inmediatamente querrán ver en esa síntesis una presunta “cantinela repetitiva
del relato nacionalista”, y con esa idea abandonarán la lectura. Y con esa idea
–y esto es lo imputable– hablarán de la obra. Si quien lee este libro lo hace
partiendo de ese prejuicio no habrá prueba documental que lo disuada, que lo
haga reconsiderar su postura. El nacionalismo católico es un relato para niños
y jóvenes. Punto. Todo lo que provenga de allí es ridículo, pueril. Es fábula.
Es ideología. Toda prueba que se aduzca será automáticamente desestimada como
manipulación de fuentes históricas al servicio de un relato que quiere ver la
fe cristiana allí donde no hay más que mezquindades, oportunismos, desarraigo,
piratería, apatridismo deshipanizante, etc. Frente a este tipo de impugnaciones
no cabe discusión, solo debemos identificar su existencia a fin de evitar tener
como interlocutor válido a quienes las blasonan. Y ello simplemente porque es
una tesitura tal (con su carga de prejuicios y estigmas) la que, primaria y
gratuitamente, invalida al nacionalismo como interlocutor.
LÍNEAS TEMÁTICAS DE LAS
PREGUNTAS AUTOFORMULADAS
Detengámonos ahora en la segunda parte del libro que
es, como anticipamos, la más extensa e importante. Aquí el autor entra de lleno
en los temas que le preocupa discutir y, cuando es posible, dilucidar. Dichos
temas son abordados por aproximaciones sucesivas que van ahondando y afinando
cada vez más el argumento. Un tema abordado en las primeras preguntas, es
retomado más adelante y comprendido más profundamente a la luz de nuevos datos
y dilucidaciones.
Digamos, de una vez por todas, cuáles son esos grandes
temas discutidos en esta segunda parte. Hemos podido identificar –teniendo en cuenta
la extensión del desarrollo de los temas y la importancia que les asigna el
mismo autor en su desarrollo– cinco líneas temáticas fuertes, todas ellas
naturalmente vinculadas y armónicamente trabadas, que reciben un abordaje compacto,
bien articulado y concisamente documentado. Enumeremos aquí dichas líneas
temáticas, sin pretender describir con ella el orden de tratamiento de los
temas –pues, como dijimos, todo está trabado– sino simplemente identificar
tópicos específicamente distintos y particularmente tratados.
1.
Primero: el proceso de
independencia de la prexistente (y con este término ya estamos sugiriendo lo
que será otro gran tema de la obra) nación Argentina y la naturaleza política,
filosófica e ideológica (variopinta) del llamado movimiento autonomista.
Complejo tema que Caponnetto va desmenuzando desde la primera página,
justificando sólidamente la legitimidad de aquel proceso, poniendo de relieve
los hechos heroicos y luctuosos que lo acompañan, y deslindando los bandos que
entran en pugna (y en abierto combate) con ese bisturí historiográfico que solo
puede empuñar un historiador que esté ampliamente familiarizado con los hechos
y los personajes. Por cierto, esta tarea de deslindamiento asume la multitud de
paradojas, entrecruzamientos, mezclas y nomenclaturas de los bandos, y echa por
tierra el simplismo de la historia oficial que, para describir aquel conflicto,
opuso realistas a patriotas. Le merecen aquí un tratamiento especial las figuras
claves de Napoleón Bonaparte y Cornelio Saavedra.
2.
Otro gran tema abordado
por el autor y que nos permitimos poner en esta lista que proponemos solo como
esquema de estudio, es el de la figura, señera, del General San Martín. Se
trata, desde luego, de una especie de subtema del anterior, y de un subtema
enorme sobre el que ha corrido y corre muchísima tinta. No es la intención del
autor agotar el asunto, pero el tratamiento que hace de los motivos del General
y la selección de hechos y documentos en torno a su figura y su acción, hacen
de este tópico uno de considerable extensión, clarificador examen y
distinguible tratamiento.
3.
Naturalmente integrado a
los anteriores, también es motivo de análisis, crítica y demostración, el
fundamental tema de la crisis terminal de la monarquía española hacia
principios del siglo XIX, sin obviar el registro de los antecedentes de la
decadencia en los actos de traición y felonía de la corona borbónica durante
los siglos anteriores. La deplorable figura de Fernando VII es puesta aquí en
consideración, y su personalidad y actuar políticos son presentados con “pelos
y uñas”.
4.
Los dos temas adicionales
que el autor trata están naturalmente vinculados a lo anterior y su exposición
y discusión está entretejida con ello. No obstante, se trata de dos temas que
exceden el tópico del proceso de la independencia dándole, en todo caso, una
inteligibilidad última. El primero de ellos tiene que ver con la existencia de
la Argentina como patria y nación. De aquí que habláramos hace un momento de
“prexistencia” de la nación (usando la expresión en un sentido específicamente
distinto al que lo usó Mitre). Más que demostración, lo que realiza
inicialmente el autor, al tratar este tema, es una mostración de los documentos
que atestiguan aquella existencia anterior a los sucesos de la independencia.
Sobre estos documentos –ignorados pasmosamente por quienes se atreven a decir
que Argentina es un invento de los juntistas de 1810 o de los congresistas de
1816– avanza la reflexión filosófica para, ahora sí, demostrar porqué esta
porción geográfica es denominada legítimamente patria y nación.
5.
El último de los temas
que identificamos tiene que ver con la delimitación conceptual precisa de lo
que llamamos “Nacionalismo Católico”, aclarando confusiones, denunciando
desfiguraciones, asumiendo deformaciones y declarando abiertamente de qué se
trata esto de ser o llamarse nacionalista católico. Para muchos el nacionalismo
católico es una especie de secta, compuesta por un montón de “briosos sin
letras”, que miran mal al que no es “de los nuestros”, y que siguen y veneran a
algún destemplado arengador con un poco más de letras y años. No es posible
detenerse a examinar esa caricatura pueril. Simplemente es necesario decir que
el nacionalismo católico argentino es (a través de sus mas notables exponentes,
que no son pocos y a quienes debemos en muchos casos la conservación y
vitalidad del pensamiento católico en nuestro país) nada más y nada menos que
el intento de interpretar la realidad política e histórica desde la fe
católica, recuperando el concepto tradicional de nación cristiana, reconociendo
primero y exaltando después su existencia en nuestra historia pre y pos
hispánica, y buscando por ello la restauración de esa nación bajo la consigna
irrenunciable de instaurar todas las cosas en Cristo. El libro también se
extiende en esto dejando claro algo que, si no existiesen opugnadores
gratuitos, no sería necesario hacerlo: el concepto de nación que se reivindica
no lo inventó ni lo bautizó el nacionalismo católico. No tiene, por ello,
ninguna relación con la noción moderna y es precisamente frente a dicha noción
que dicho término es exhumado de la tradición (principalmente hispánica)
poniendo en vigencia las razones naturales y sobrenaturales sobre las que
siempre se sostuvo.
Digamos algo ahora acerca del modo en que se va
desplegando el análisis y la demostración en torno a estos puntos. Debemos
recordar que los temas se van tratando de modo espiralado, volviendo cada tanto
sobre ellos para reforzar la demostración, para aportar nuevos datos y nuevos
análisis que resultan oportunos en el nuevo contexto temático que ha abierto
otra pregunta. Por otro lado, también es necesario decir que estas cinco líneas
temáticas no son todas igualmente importantes en el marco de los objetivos que
se plantea el libro. El asunto de San Martín, por ejemplo, en sí mismo
importante, no es objeto del libro, por tanto su tratamiento recibe la atención
justa y necesaria en el marco del tema principal del proceso de independencia, su
legitimidad y su significado dentro del tema de la Patria Argentina.
Digamos también que estas cinco líneas temáticas que
hemos despejado no agotan todo el contenido de esta segunda parte del libro.
Aparecen, aquí y allí, jugosos análisis y calibradas síntesis acerca de temas
que, personalmente, nos son caros y entrañables. Otro motivo para agradecer al
autor. Por ejemplo, el del elemento indiano en la conformación de la identidad
hispanoamericana y argentina en particular (pp. 80-84). O un párrafo preciso y
precioso sobre el drama de Lugones, que parece un epígrafe al estudio que
hiciera el padre Castellani sobre gran poeta argentino y a aquel implacable
análisis del mismo autor en ese estremecedor artículo “La otra Argentina” que
hemos citado al inicio.
LA LEGITIMIDAD DEL
PROCESO DE INDEPENDENCIA
Pues bien, digamos algo ahora acerca de algunos de
aquellos cinco puntos.
El primero es abordado y examinado por diversos
caminos. El autor atiende, con rigor y prolijidad y hasta la última de las
preguntas autoformuladas, a las objeciones de diverso tenor que se plantean principalmente
desde vertientes historiográficas asociadas al carlismo. Éstas, bajo la
equívoca consigna “españoles que no pudieron serlo”, procuran deslegitimar
nuestro proceso de independencia aduciendo que se trató de un acto de sedición
que rompe sin razones justificables (peor aún: por razones desdeñables como la
de replicar en Hispanoamérica los procesos revolucionarios europeos), la unidad
del imperio español.
Hagamos un paréntesis y digamos que no son solo
vertientes historiográficas serias vinculadas al carlismo, con las que
Caponnetto dialoga críticamente. Su labor apologética se dirige también aquí
hacia quienes, sin conocer el carlismo, replican ciertas cantinelas y se
refieren superficialmente al proceso de independencia como un acto sedicioso
impulsado por el espíritu revolucionario de la época y llevado adelante por
comerciantes, oportunistas y algún que otro ideólogo. En este marco, es
necesario decir que hoy la “cultura” de las redes sociales y del comentario
bloguero anónimo (todo lo cual contribuye como nunca a superficializar y
abaratar el genuino debate y la honesta confrontación en busca de la verdad,
reduciendo todo a ridiculizaciones, caricaturas, citas descontextualizadas, etc),
mal sirve al fin de clarificar grandes y graves temas históricos como este del
proceso de independencia. No está demás copiar aquí las justas y sensatas
palabras que nuestro autor enuncia al respecto, no porque sean esenciales para
el tema, pero sí porque se trata también de cultivar una actitud de seriedad y
honestidad intelectual que nos permita abordar estos temas –importantes para
quienes nos reconocemos hijos de la hispanidad– con la seriedad que se merecen:
“Por sobre los serios estudios históricos –de
antaño y de hogaño– vemos con preocupación que aparecen hoy algunos
comunicadores, que bajo el amparo que prestan las redes sociales, esparcen con
cierta ligereza o liviandad, algunas afirmaciones cuanto menos temerarias. No
diríamos mentirosas, si vamos al fondo mismo de la cuestión; no. Ni mucho
menos, malintencionadas. Pero inspirados algunos en la justa defensa de la
Hispanidad, caen en ocasiones en el desprecio por ciertas figuras, o por
ciertos acontecimientos, sin el debido sustento. Arbitraria y capciosamente; lo
que confunde sobre todo a los menos formados. La historiografía no es tarea de
chicaneros, provocadores, petardistas o detonadores de datos extravagantes o
curiosos. Tampoco es de buen historiógrafo la autosuficiencia interpretativa,
como si el pasado fuera un coto de caza privado; o un arcón de la abuela del
que extraemos objetos de uso personal” (p. 286)
Ciertamente no podremos agotar aquí el tratamiento que
hace Caponnetto del tema del proceso de independencia y del estado terminal –y de
su “resurrección” en forma de tiranía– de la monarquía española. Mencionemos
simplemente los elementos por los que marcha su demostración.
Confluyen aquí varios temas: las tensiones ideológicas
presentes en la península y replicadas en el Río de la Plata, el atávico amor
al rey, la presencia de agentes británicos y de un clero revolucionario aquí y
en España, el estado de la península ibérica desde principios de siglo con la
firma de tratados abyectos, abdicaciones, usurpaciones de trono, peleas a
muerte en la familia real, “reinado” de un beodo, poder creciente de Napoleón,
juntas y consejos de regencia de dudosa legitimidad y espúreo origen, etc. Presentado
con precisión este contexto caótico, Caponnetto demuestra que nuestro proceso
de independencia fue en sus mejores exponentes un “anhelo por salvar la
hispanidad” y fue, en este sentido, doloroso pero legítimo[2]
¿Cómo demostrar esta tesis? Varios elementos hay que desagregar aquí. Comentemos
solo algunos de ellos.
En primer lugar, el autor nos pone en la pista de un
tema fundamental cuya clarificación, a nuestro entender, dirime en gran parte
el debate. Nos referimos a las implicancias de la categoría “Hispanidad” en
oposición al carnalismo genealógico, al fundamentalismo dinástico, al
talibanismo fernandista. La Hispanidad es un espíritu y un alma –al que todos
reivindicamos, valoramos y defendemos– que puede o no informar una dinastía de
reyes y, más aún, un régimen político[3].
Si el principio material que éstos constituyen pierde aquella forma espiritual
quiere decir que lo que se ha operado es una mutación sustancial. Es
demostrable con hechos múltiples que la dinastía borbónica se hallaba hacía
tiempo llevando adelante dicha mutación. La aparición en escena de Napoleón
vino a terminar de destruir por dentro lo que se parecía cada vez más a un
cadáver. La cobarde abdicación y el “reinado”, a instancias de toda la familia
real, de “Pepe Botella” es todo un símbolo.
En cualquier caso, lo que urgía –aquí y en la
península– era recomponer un sistema de gobierno que fuese materia apta
encarnar aquella forma espiritual llamada Hispanidad. Por cierto, esta forma
espiritual se hallaba a manera de ideal, de imperativo atávico, de automatismo
de hombres políticos de fe cristiana y monárquica, de uno y otro lado del
océano, y de uno y otro lado de la contienda. Se dan en este sentido múltiples
y complejas paradojas que Caponnetto asume, explicita y explica con cuidadosos
análisis, procurando no ser injusto ni componedor con nadie, sea en la
mostración de méritos o deméritos, sea en la inculpación de felonías,
traiciones y omisiones.
En este marco es paradigmático el abordaje que nuestro
autor realiza de la figura del gran Cornelio Saavedra, con su profunda fe
cristiana y monárquica a cuestas (algo fácilmente demostrable para quien quiera
verlo[4]),
con su conducta innegablemente realista, y, a la vez, con sus omisiones dolosas
y su participación indirecta en el canallesco fusilamiento del héroe de la
Reconquista, Santiago de Liniers.
“La paradoja es
algo más que un género literario. A veces es una condición para reconstruir e
inteligir el pasado” (p. 197), nos dice el autor como dándonos la clave de
bóveda para comprender aquella tortuosa época en que los buenos y los malos
están de los dos lados.
Los ejemplos podrían multiplicarse, y Caponnetto se
encarga de consignar los justos y necesarios para que comprendamos que esta
época no puede ser comprendida con reduccionismos simplistas, con miradas a
vuelo de pájaro. No se puede decir sin revelar liviandad y escaso conocimiento
(cuando no un afán sedicentemente des-ideologizante que está, por lo menos, mal
calibrado) que aquí había revolucionarios y en España tradicionalistas, que la
guerra era entre realistas y “patriotas” comprometidos con la fundación de una
“nueva nación”, que nuestro proceso e independencia no es mas que una réplica
autóctona de la revolución francesa, etc. No. Comprender mediante estos
reduccionismos simplistas aquella época es dejar de lado caprichosamente (u
ofrecer de ellos una explicación falaz, a priori) una infinidad de hechos y
documentos evidentes por sí mismos. Por de pronto, ignorar que la primera junta
de 1810 no es más que el modo hispánico de enfrentar la crisis de poder que se
estaba viviendo, pues, como decía Ernesto Palacio, hasta para “deshipanizarnos
fuimos hispánicos”. El clamor por la independencia no existía en ese momento,
en que, a imitación de las Juntas que se iban formando en España ante la
irrupción de Napoleón, se crea aquí la archiconocida Primera Junta de Gobierno,
fidelista y monárquica. Como señalara José Luis Busaniche, la misma palabra
independencia fue tabú durante los primeros años de la Revolución (p. 114)
Aquella arenga de Belgrano que citamos al inicio, será,
para estos simplismos historiográficos, una especie de flatus vocis motivado por quien sabe qué razones de oportunismo
político, que no expresan la real condición de agente de la revolución que
tendría ese general liberal. No importa que sean las palabras previas a un
combate a muerte. No importa que quien
lo diga haya sido el mismo que quería escapularios para la tropa y manifestaba
siempre profunda devoción a Nuestra Señora, en gestos y conductas evidentemente
heredados de una tradición recibida y abrazada. Nada de eso importa. Todo,
incluida esta arenga reveladora, será siempre manifestación de un realismo mentiroso,
no genuino. No se quiere entender, por ejemplo, que, aunque puedan rastrearse
en Belgrano u otros grandes (así como en los “buenos” del otro bando), algunas
“heterodoxias” o yerros filosófico-políticos que Caponnetto no omite mencionar (porque
ejemplarmente se hace cargo de todas las paradojas, también, desde luego, de
las innúmeras que existían en la península), su amor al patrimonio común de la
Hispanidad era indudable, operativo y, por lo mismo, demostrable por cualquier
estudio historiográfico más o menos serio. Su delicada devoción a Nuestra
Señora no es más que un bellísimo corolario de una cosmovisión hispanofilial, y
en tanto corolario es que el nacionalismo católico (y todo abordaje
historiográfico que quiera ser honesto) puede y debe insistir en ella, pues
resulta a las claras una actitud cordial elocuente y reveladora en sí misma. Lo
mismo dígase del acto sanmartiniano de poner a Nuestra Señora como generala del
ejército o del reglamento militar de don José que penaba con dureza justísima
la blasfemia.
Es necesario entender que cuando se consignan estos y
otros hechos y documentos de desigual importancia pero de indudable valor, no
es porque quien lo dice si sitúa en una posición historiográfica nacionalista
que, en cuanto tal, buscaría urdir un relato épico inexistente, y que, para
lograr este fin, sobredimensionaría hechos menores, inventaría otros, acallaría
documentos y trazaría con candor o con fanatismo imberbe la figura de héroes
que solo fueron oportunistas, mercaderes, agentes foráneos o simples ideólogos
movidos por la inercia y el espíritu de la época. Una visión tal, prototipo de
un prejuicio ideológico antinacionalista que parece cundir en cierta clase
intelectual y paradigma de la tesitura propia de aquellos “refutadores de
leyendas” que mentáramos mas arriba, pretende ser la de un realismo expurgado
de sentimentalismo patriotero que piensa que hablar de patria y nación
argentinas y héroes nacionales es un invento de algunos destemplados o, en el
mejor de los casos, un bautismo bienintencionado de algo que o bien no existe
ni existió, o bien es imposible de bautizar. No podemos dejar de notar en esta
actitud una extraña incapacidad para ver el heroísmo, la grandeza y la epopeya cuando
éstas tienen procedencia y sello criollos.
Al margen de ello, lo que hay que tener en cuenta es
simplemente que se está, con toda evidencia, frente a hechos concretos que
remiten a un significado inmediato y a los que no se puede vaciar de su valor
revelador sin incurrir en miopía o en yerro historiográfico. Si un general, a
punto de poner en riesgo su vida, arenga a sus soldados a batallar junto a él
contra las tropas de Napoleón en nombre del rey Fernando VII, no hay mucho para
interpretar. Si tiene cuatro patas, una cola y dice “guau guau” lo más probable
es que sea perro.
Que aquí haya triunfado, indudablemente, la “ideología
del descastamiento” y que lo haya hecho con rapidez y eficacia hasta el punto
de tener una historia oficial con padres decimonónicos de la patria, cadenas
rotas y gritos estentóreos de “libertad, libertad, libertad”, dice y revela
muchas cosas. Lo que seguro no dice es que aquí no existió una vertiente
hispanofilial desde el principio mismo de la crisis terminal de la monarquía,
que quiso para estas tierras otra cosa que la que se impuso, que pensó en la
grandeza y unidad de la gran Nación Hispano-americana y que pretendía conservar
la herencia cultural y política de España.
No es extraño que el gran inventor de aquella “patria”
que iniciaría con 1810, Bartolomé Mitre, haya tenido que separarse del “padre
de la patria” que él mismo inventó, cuando estaban frente a sus ojos hechos que
no podía omitir y ni siquiera desfigurar a fin de que aparecieran lo menos
democráticamente incorrectos. En Punchauca, dice un Mitre decepcionado y sin
salida, San Martín “cayó como libertador”… No pudo ocultar ni desfigurar (como
sí pudo hacerlo con otros hechos) el proyecto monárquico del General y por ello
optó por tender sobre su figura –necesaria para construir su mito de la nueva
nación moderna– un manto de benévola incomprensión. Le faltó decir nomás que, a
esa altura de los hechos, el Gran General ya estaba “estresado” o “gagá”, y no
pensaba con claridad.
En suma, lo central aquí es que Caponnetto demuestra
con evidencia (repetimos: para quien quiera verlo) que en nuestro proceso de independencia existió una
corriente tradicional, hispanofilial y hasta monárquica, que participó con
protagonismo de un proceso doloroso, no querido pero necesario por diversas
razones. Entre estas razones cuentan la irrupción disgregadora y disolvente de
Napoleón, el extravío total de los reyes[5], la
ruptura constatable de un pacto de vasallaje sinalagmático que suponía la
intangibilidad americana (conservándose la fidelidad al rey hasta donde se pudo
y hasta que la ruptura de dicho pacto estaba consumadísima por las múltiples
traiciones de la corona borbónica), la necesidad de resistir a un régimen
cuando éste se vuelve tiránico, y todo con el deseo expreso (sin máscaras y
dejando la sangre como testimonio) de conservar tanto la prosapia cultural
hispánica que la misma España venía dilapidando desde hacía décadas (hasta el
paroxismo del siglo XIX con hechos bisagra como el Tratado de Fontainebleau) cuanto
la unidad geopolítica que esa España grande pensó, y hasta la forma monárquica
que inclusive por inercia se prefería aquí.
Que junto a esta corriente (que no tuvo, por cierto,
toda la pureza doctrinal que ahora exigen quienes acusan a Caponnetto de
purista, pero que estaba animada indudablemente por un espíritu tradicional y
amante del legado de España) existió otra liberal, masónica, segregacionista,
iluminista y todos los adjetivos malos que queramos ponerle, es algo evidente
que Caponnetto se encarga también de demostrar con toda claridad. Que esa
corriente fue la que finalmente triunfó[6] y
la que inventó el mito de la nación argentina que rompió las cadenas y que se
consolidó como estado en 1853, también es evidente. Que la corriente de cuño
cristiano y tradicionalista tuvo sus héroes, sus hombres de acción, sus hombres
lúcidos, sus actos de grandeza, su cuarto de hora y hasta sus altísimos testimonios
literarios, también es evidente.
Junto al padre Castañeda, Caponnetto nos recuerda las
figuras menos conocidas pero igualmente elocuentes de Pedro Luis Pachecho y
Pantaleón García; ejemplos claros y evidentes de la existencia de una
concepción de la independencia lejanísima de la emancipación revolucionaria. Que
haya triunfado el mal –y que lo haya hecho con rapidez y eficacia, repetimos–
no prueba que el bien no existió. Prueba en todo caso que aquí también se
estaba replicando (en los peores “patriotas” que curiosamente eran los más
fernandistas) lo que hace rato venía dándose en la península ibérica y en toda
Europa: la irrupción del espíritu revolucionario. No debe olvidarse que entre
Carlos III, Carlos IV y Fernando VII se operó la entrega de España a Napoleón y
se pergeñó el proyecto de entregar América a Inglaterra. En aquella España “los
franceses salen por un lado y los ingleses entran por otro”, al decir de Pérez
Galdós. Y América viene a ser “el pato de la boda” como dijera con justeza
Cornelio Saavedra.
Antes de dejar este tópico no queremos dejar de
mencionar el precioso texto de José María Pemán –españolísimo él– que
Caponnetto trae a consideración y que expresa, con la luz y la transparencia
que solo un poeta verdadero puede lograr, lo que en América sucedió cuando en
España se instala lo que el poeta llama “régimen de potencias”: “América no hace otra cosa sino lo mismo que
la Pilarica –que no quería ser francesa”.
LA DECADENCIA DE LA
MONARQUÍA ESPAÑOLA
Pero volvamos a aquellos cinco puntos que hemos
propuesto como esquema de estudio de la presente obra. Nos interesa aquí
comentar también el tercero de ellos.
Dicho punto, si recordamos, es el que hace referencia
a la crisis de la monarquía. Naturalmente este tema va entretejido con el
anterior y su tratamiento es casi inescindible del punto precedente si se
quiere lograr una comprensión cabal del proceso de independencia. Sin embargo,
estamos ante un tema que ha recibido un tratamiento diferencial (y muchas veces
independiente del proceso posterior de independencia de las naciones
hispanoamericanas) por parte de una pléyade de autores de historia del derecho
y de filosofía política. Caponnetto nos otorga en este sentido datos precisos y
análisis clarificadores.
La punta del iceberg la constituye Fernando VII. Su
figura, indefendible aún para los mismos que impugnan la independencia,
constituye la cifra de una decadencia (doctrinal, política, moral, espiritual)
que hacía por lo menos un siglo estaba ya instalada en la monarquía española.
Citando abundancia de autores españoles con autoridad en el tema, Caponnetto
deja en claro que Fernando VII fue masón y que como masón actuó y gobernó. Él,
su padre y su abuelo fueron los principales responsables de la desmembración
del imperio. Con ellos la concepción tradicional de monarquía ha terminado de
morir y lo que queda después de la liberación de Fernando en 1814 es un remedo
diabólico de ella. La tiranía, el despotismo, la irracionalidad y el rencor con
el que actúa Fernando VII no constituyen solo conductas repudiables de un
monarca en particular. Son la manifestación postrimera y lamentable de un
absolutismo que nada tenía de tradicional y que se venía practicando en la
península desde mucho tiempo atrás, con desprecio por los americanos, uso
comercial de las tierras (por ejemplo las ventas de Florida y Lousiana, con
tratados escandalosos con Inglaterra y Francia) haciendo de las Indias monedas
de cambio (rompiendo así la intangibilidad americana), aumento exponencial de
los impuestos, y un largo etcétera. Por ejemplo, la denominación de colonias en
lugar de reinos, dada a las tierras americanas en el proceso de reforma del
siglo XVIII implica una redefinición del vínculo político que irá en creciente
desmedro de estos reinos.
Caponnetto examina aquí, con detenimiento, la postura
paradigmática de José Antonio Ullate Fabo. El autor carlista que reconoce que
“la desmedulación social operada por el regalismo [borbónico] y sus
consecuencia desmoralizadoras en la sociedad”, fue una causa eficiente del
proceso de independencia, dirá sin embargo que lo que aquí sucedió fue una
rebelión ilegítima que no respetó el bien común acumulado y, prácticamente,
tomó como excusa la violación del bien común presente perpetrada por Fernando
VII, para dilapidar toda la herencia hispánica. Esta diferenciación entre
bienes comunes que realiza Ullate, de suyo interesante, se le termina volviendo
en contra al autor carlista pues la realidad pura y dura es que fue la dinastía
borbónica la que traicionó ese bien común acumulado, inaugurando tempranamente
un vínculo político con las Indias que no era el que inicialmente habían
concebido los grandes reyes católicos, cuya política tendió siempre a otorgar
primero y reconocerle después, a las Indias, una personalidad política
específicamente distinta en unidad con la persona del monarca.
Como han demostrado, entre otros, Tau Anzoátegui y
Sergio Castaño (cuyo aporte desde la filosofía política y la historia del
derecho es clave para comprender los motivos más profundos de los hechos que se
desencadenan en el siglo XIX), la existencia del “Consejo de Indias” como
órgano legislativo y jurisdiccional propio de estas tierras, demuestra, entre
muchos otros hechos, el reconocimiento de una alteridad política y explica la
consecuente actitud de los Austrias de potenciar la autonomía legítima (que no
implicaba ruptura del pacto de vasallaje con la persona del monarca) de las
comunidades que aquí, luego del proceso civilizador y misional llevado adelante
(con gloria) por los reyes católicos y por la casa de los Austrias, tenían
existencia propia. El consejo de Indias, en efecto, constituye un órgano propio
de las comunidades americanas que toma sus propias decisiones. Un entidad
política semejante no existe para ni para Navarra, ni para Granada, ni para
Aragón[7].
Sergio Castaño, en un vigoroso trabajo de relevamiento
bibliográfico y documental y de filosofía política, demuestra la enorme
diversidad de documentos, hechos e instituciones existentes durante los
primeros siglos de la evangelización, que muestran que, en el sentir y en el
pensar de la España de los Austrias, las Indias eran consideradas un reino
distinto, que estaba incorporado a la corona pero que no se confundía con el
reino de las Españas. Esto se observa, por ejemplo, en la denominación que se
daba a sí mismo Felipe II: “Rey de las Españas y Rey de las Indias”. Con dicha
denominación el gran monarca no hacía mas que seguir la idea de su padre,
Carlos, que con la creación y la entidad dada al Consejo de Indias, reconoce
que el proceso civilizador y misional ha dado lugar a una nueva comunidad que
tendrá a partir de entonces, para con el Reino de Castilla, una “Unión Real”,
con toda la carga política y jurídica que implica esta denominación. Por de
pronto, el reconocimiento de que Castilla y las Indias son dos reinos distintos
unidos en un vasallaje común para con la persona del monarca.
En rigor, es mucho más lo que se podría decir respecto
a la tradición política y a la naturaleza de las relaciones y vínculos que se
establecen entre la corona y las Indias. Se dará cuenta el lector de la
importancia de este tema para comprender y examinar la legitimidad del proceso
de independencia. No podemos extendernos más sobre el particular. Mencionemos
simplemente un hecho importantísimo y harto elocuente que nos sirva para dejar
en evidencia el peso de los argumentos esgrimidos por Caponnetto en la obra que
estamos comentando.
El autor, aunque no pueda extenderse en ello, da cuenta
de un hecho que queremos, conclusivamente, puntualizar. Nos referimos al tema
de los títulos de España sobre América, al modo en que Carlos V se plantea el
tema, y la respuesta que da el gran Francisco de Vittoria iluminando la
cuestión desde una óptica filosófica y cristiana y desde una tradición para la
cual la autonomía o independencia pueden ser el resultado normal o a veces el
proceso necesario e ineluctable (dadas determinadas circunstancias cuya rol
desencadenante no contradice el derecho natural), del desarrollo y la
especificidad de una comunidad política. No estamos diciendo que de la obra de
Vittoria se sigue la justificación de nuestro proceso de independencia. En todo
caso decimos que un proceso de independencia como el nuestro (con las diversas
circunstancias históricas que lo suscitaron) no se contrapone a los principios
establecidos por Vittoria respecto a los motivos por los cuales España podía
permanecer aquí. Por el contrario, los supone.
Por ello es importante recordar en este contexto la
reflexión de Vittoria acerca de los justos títulos, en tanto ella echa luz
sobre la viabilidad de una comunidad política cuando ésta tiene posibilidad de
existencia autárquica e independiente[8] y
cuando los títulos que sobre ella tiene un monarca son derogados por las mismas
decisiones y gobierno políticas de ese monarca y, en rigor, de toda la dinastía
a la que él pertenecía.
Del tema de los justos títulos se ha ocupado amplia y
esclarecedoramente Sergio Castaño. Apuntemos rápidamente algunas de sus
conclusiones, todas las cuales refuerzan las principales tesis del libro que
estamos comentando
Hay que recordar aquí, en primer término, la conducta
inédita y magnánima del gran emperador católico. Carlos V tiene algo que pocos
reyes en la historia han tenido: escrúpulos de conciencia respecto a la
legitimidad de la conquista, y a la legitimidad de los títulos de España sobre
América. No sabe si es justo, está preocupado por la justificación de su
presencia en América. Para dirimir con la mayor justicia posible la cuestión,
tomará la sabia decisión de llevar la discusión a los claustros universitarios,
pidiendo luz a los sabios. En esa época no existían los intelectuales
orgánicos. Existían, sí, hombres lúcidos, profundos y honestos como Francisco
de Vittoria, y tras él una pléyade notable de teólogos, principalmente
dominicos, que, frente a juristas y canonistas, se animan a impugnar los
títulos pontificios dados por el papa Alejandro VI a los reyes católicos. Estos
títulos son falsos pues se basan en la vieja idea teocrática del papa como
señor del mundo desarrollada por el canonista Enrique de Susa, llamado el
Ostiense[9]. Los
títulos legítimos de España sobre América se basan para Vittoria y sus mas
notables discípulos como Alonso de la Veracruz, Domingo de Salazar, Juan
Ramírez de Arellano, entre otros, en el derecho que tienen los cristianos –en
este caso, castellanos– para evangelizar.
Era la corona quien disponía la acción de los
evangelizadores siendo así el brazo secular autorizado para llevar la fe a América.
Había entonces un derecho que se fundaba en el mandato evangélico y era éste el
más importante de los títulos en los que se fundó a partir de entonces la
acción española en América. Desde luego, junto a este título legítimo que
Vittoria, en tanto doctor cristiano, destaca, existen otros que pueden ser
agrupados, como propone Castaño, en dos grandes categorías. Los que tienen que
ver con el derecho natural y los títulos políticos. Entre estos últimos llama
la atención que Vittoria le de un lugar de importancia a la aceptación
voluntaria de los jefes indígenas del señorío del rey de Castilla. También
entran aquí cuestiones que tienen que ver con los atropellos y las brutalidades
que las grandes tribus (los Aztecas, por ejemplo) cometían para con personas y
comunidades aborígenes. En este sentido los castellanos podían y debían prestar
auxilio y hasta formar alianzas militares con jefes indígenas y tribus diversas.
Y en esto también hallaba un justificativo la presencia de España en América.
Pues bien, nos hemos permitido esta especie de
digresión porque la obra de Caponnetto tiene, entre los diversos méritos que
hemos ido observando, la virtud de ponernos en la pista de los temas de fondo
cuyo conocimiento y clarificación resultan necesarios para discutir acerca del
proceso de independencia. Este de los títulos de España sobre América es uno de
esos temas de fondo..
No es posible en este sitio extenderse más sobre el
particular, pero la conclusión a que arribamos es que Castilla, al examinar su
derecho a permanecer en América, está reconociendo de hecho la alteridad
política de las Indias y la posibilidad de que ellas conformen una comunidad
política singular. Justifica notable e indiscutiblemente su conservación de las
mismas en razones de índole natural y evangélica.
Por ello es necesario decir que no es invento ni de
Caponnetto, ni del nacionalismo católico, ni del revisionismo, el
cuestionamiento acerca de la pérdida de la legitimidad de la dinastía borbónica,
toda vez que ésta no dejó atropello por cometer, impugnando de hecho, y en
todos los sentidos posibles, aquellos justos títulos[10].
Pero vayamos cerrando ya este extenso comentario. No
podemos hacerlo sin mencionar siquiera la importancia de aquel cuarto punto que
hemos propuesto en nuestro modesto esquema de estudio: el de la existencia de
la Argentina como patria y nación. De tal importancia es este tema y es tal la
claridad que alcanzamos de él al acercarnos a la obra de Caponnetto, que su
abordaje amerita, sin duda, un comentario aparte que –con mucha audacia y
escasa competencia– nos comprometemos a realizar en un futuro próximo. Digamos
simplemente que quedan aquí resueltos (o por lo menos abiertas las vías para su
resolución) varios temas fundamentales: en primer lugar, la tradición
antíquisima sobre la que se sostiene el uso de la palabra Patria para hacer
referencia al lugar y a la comunidad política en la que se nació. Caponnetto
nos ofrece, en un apéndice exquisito, un recorrido que comienza por la
etimología de la palabra y termina por una exposición, no exhaustiva pero sí
preciosa, de algunos textos de los santos padres que atestiguan que el sentido
que aún hoy damos a la palabra Patria (y el que se da desde el execrado
nacionalismo católico), existe en la tradición cristiana desde el principio de
nuestra era, alimentándose de una tradición clásica que es resignificada espiritualmente
por los autores cristianos primitivos con la noción de Patria Celestial.
Evidentemente se esconde aquí, como bien lo demuestra Caponnetto al reflexionar
sobre un remanido y malinterpretado texto de Hugo de San Víctor, toda una
valoración profunda de la realidad terrenal que designa el término Patria en
tanto se usa como metáfora del Reino de los Cielos.
También queda resuelto aquí el tema de la Patria
Argentina. Caponnetto demuestra hasta qué punto es impreciso e ideológico
pensar y decir que Argentina comienza en 1810. Impreciso porque esta porción
geográfica que hoy conocemos como Argentina existía incoada en el Imperio, con
esta precisa denominación y como sociedad política incipiente dentro del Virreinato
del Río de la Plata, desde el siglo XVI. De esto existen datos cartográficos,
crónicas de la época, datos históricos y otras noticias sorprendentes (que dejamos
para que descubra el lector) que atestiguan sin dejar lugar a dudas, que la
denominación Argentina aplicada a esta zona geográfica existía desde principios
del siglo XVI, designando una región o conjunto de provincias dentro del virreinato.
Martin del Barco, en la obra “La Argentina” datada de 1602, la llama, con clara
reminiscencia feudal, La Argentina Reino. La Argentina era la región principal
de un virreinato integrado también por la Capitanía de Chile.
Los accidentes geográficos también desempeñan un papel
en la delimitación de las regiones y sociedades políticas, y aquí la cordillera
de los Andes lo desempeñó. Caponnetto da cuenta de todos estos datos que no
hacen mas que reafirmar que resulta una enormidad afirmar que Argentina
comienza en 1810. No obstante, el autor no ignora que por culpa del
segregacionismo ilustrado (propiciado inicialmente por los borbones), cuando no
del interés financiero mas grosero, se terminan conformando republiquetas que
imponen límites artificiales a estas regiones. Este hecho, lamentable en sí
mismo, no justifica lo que es dicho trivialmente desde algunos lugares respecto
a la artificialidad de lo que llamamos Argentina. Y no lo justifica simplemente
porque esto que llamamos Argentina fue fundado por la España católica en el
siglo XVI con la clara intención de conformar una sociedad política cristiana.
Más que demostración, lo que realiza inicialmente el
autor, al tratar este tema, es una mostración de los documentos que atestiguan
aquella existencia anterior a los sucesos de la independencia. Sobre estos
documentos –ignorados pasmosamente por quienes se atreven a decir que Argentina
es un invento de los congresistas de 1810– avanza la reflexión filosófica para,
ahora sí, demostrar porqué esta porción geográfica es denominada legítimamente
patria y nación.
Por cierto, la Argentina que con el autor
reivindicamos y que se identifica con esta porción geográfica que habitamos, no
es la República liberal que nos legó la derrota de Caseros, ni la Grande
Argentina del joven Lugones, ni la Argentina justicialista de Perón y de los
variopintos peronistas, ni la Argentina de los mundiales de fútbol. Tampoco
(vade retro) la de los canallas apellidados Kirchner, Macri, Fernández. No. Hay
otra Argentina, como dijera Castellani. Hay una Argentina que tuvo su origen
histórico, fundacional y sacramental[11],
bajo el signo del glorioso imperio español. Esa Patria Argentina es la que
amamos y reivindicamos, que reconocemos en el desgajamiento doloroso pero
necesario de 1816, en los próceres que amaron la tradición hispánica, que la
quisieron poner en vigencia y que pusieron su vida al servicio de esa causa.
Esa Argentina es la misma que aún permanece en el corazón de quienes están
orgullosos de su origen.
Dr. Santiago Vázquez
[1] Conocidas son aquellas
palabras de Castellani en las que decía algo así como lo que sigue: “Ya que los
periodistas dicen tantas cosas podrían alguna vez decir la verdad”. Menos
conocida es una anécdota del padre Grasset que nos relatara a nosotros Eduardo
Amitrano, ejercitante de los retiros que allá por la década del 70 u 80
predicaba dicho sacerdote y por los que pasaron decenas de maestros. Contaba
Eduardo que durante la meditación acerca el infierno, Grasset realizaba una
extraordinaria composición de lugar describiendo cómo las almas condenadas iban
caminando en fila hacia el abismo del fuego eterno. En determinado momento el
cura se autopreguntaba “¿y quiénes iban delante de esa fila?”, para responderse
a sí mismo, con voz tronitonante: “Los periodistas!!!”.
[2] Como ahora veremos, es
ampliamente demostrable que hubo en nuestro proceso de independencia un “bando”
tradicional y otro liberal. El liberal terminó triunfando, por cierto. Pero es
erróneo reconducir la argentinidad que el nacionalismo defiende a la
configuración liberal que a partir de Caseros adoptó esta nación. Si
reivindicamos la patria argentina, no por ello hacemos lo propio con el himno.
Pero lo curioso aquí es que muchas veces quienes enrostran al nacionalismo su
defensa de un proceso que habría significado una ruptura con la tradición, con
la España católica, defienden luego –como personajes que habrían traído
civilización– a figuras funestas como Sarmiento, Roca, Mitre, quienes
precisamente son los culpables de que aquel germen liberal que está en el
origen de nuestra independencia, se transformara en árbol y en bosque negro.
[3] “¿Qué extraña, fatalista y determinista ley de la herencia biológica
está por encima de la ley natural de resistir al mal gobernante, y de aspirar,
a la par, a gobernantes justos?” (p. 38). ¿En qué se funda en última
instancia la defensa de la monarquía? Debemos suponer, por cierto, en que ella
constituye el régimen político tradicional por el cual nos llegó la fe y por el
cual América fue un territorio hijo de España y, por tanto, rama viva de la
cristiandad. Glorioso título. Debemos suponer también que la monarquía era el
régimen preferido de las naciones cristianas. Y había razón en que así lo
fuera. Ahora bien, si esa monarquía se diseca del espíritu que le da vida,
transformándose no ya en un régimen justo que busca el bien común (natural y
sobrenatural en la medida en que dispone una sociedad para la acción
evangelizadora de la Iglesia) de todos sus súbditos, sino en un absolutismo
(que, repetimos, nada tiene de tradicional) tiránico, depredador, regalista,
que usa las tierras como moneda de cambio, que no respeta la singularidad de
comunidades políticas ya formadas y ubicadas a miles de kilómetros de distancia
(como era el espíritu del Consejo de Indias, como veremos enseguida), etc.,
etc. ¿En que consiste su legitimidad? ¿En dónde se hallan sus justos títulos?
¿Por qué sería ilegítimo levantarse contra ella si ese levantamiento tiene como
causa final la restauración de una autoridad política justa y cristiana?
Recordemos que no otra cosa querían Saavedra, Belgrano, San Martín. Y que aquel
elenco de males venía siendo desde hacía 100 años, moneda corriente de la
dinastía borbónica.
[4] Es revelador en este
sentido que historiadores como Carlos Sánchez Viamonte, José Ingenieros,
Rodolfo Puiggrós y José Luis Romero, insospechados de “fanatismo nacionalista”,
califiquen a Saavedra como reaccionario y contrarrevolucionario. Títulos
honorables procediendo de quienes proceden. Contra el afán denigratorio de don
Cornelio, propiciado por algunos autores carlistas, véase de la obra que
estamos comentando: página 277 ss. y, especialmente, la nota al pie 259.
[5] Reyes que, sujetando el
destino de un imperio a rencillas familiares, se peleaban a muerte entre sí,
hijo contra padre, padre contra hijo, se desheredaban, se volvían a amigar para
volverse a enemistar, se encarcelaban entre sí, pactaban con “Le Petit Caporal”
que se aprovechaba de todo, abdicaban a su favor, etc.
[6] No está demás decir que
el mismo Caponnetto ha hecho de la denuncia de la vigencia de esa corriente en
nuestro país, una misión personal que le ha costado cientos de denuncias,
desempleo y otros malos tragos que no mencionaremos por respeto al autor.
[7] No es extraño que sean
las Cortes de Cádiz las que el 17 de abril de 1812 suprimen dicho consejo
después de tres siglos de existencia. Asimismo –y dicho sea de paso a propósito
de dichas cortes– llama la atención que quienes acusan al nacionalismo como
reivindicatorio de una presunta noción moderna de nación, no paren mientes en
la cosmovisión no solo moderna sino incluso masónica, que inspira la famosa
constitución de 1812 (conocida como la Pepa)
promulgada por las Cortes y puesta de nuevo en vigencia y jurada por Fernando
VII en 1820. Mientras en España se fundaba –y esto sí, sin lugar a dudas– una
nación moderna impugnando de hecho el antiguo régimen, aquí “José Gervasio de Artigas levantaba una
bandera opuesta a la Pepa, al Regentismo y todo cuanto aquello significara.
Hablamos de una bandera en sentido doctrinario; pero también de un pabellón
cuyos colores utilizaba el bando anti-regentista y en pugna con la Constitución
de 1812. Y la hacía ondear desde el Campamento de Purificación, enclave por
antonomasia del Artiguismo, cuyo nombre rememoraba los antiguos campamentos de
Purificación de la Santa Fe en tiempos de los Reyes Católicos.” (p. 91).
[8] Esto suponiendo, desde
luego, un grado civilizatorio que no podemos negarle sin miopía a la sociedad
argentina de aquella época. Hay quienes seguramente dirán que la calidad de ese
grado civilizatorio y el margen de posibilidad de aquella existencia
independiente de la comunidad política, se demostraron aquí nulos o casi nulos
pues el país se sumergió rápidamente en la anarquía. Frente a esto hay por lo
menos tres hechos que deben considerarse: la España a la que, según estos
impugnadores, había que someterse, estaba en anarquía (política y espiritual)
antes, durante y después del proceso de independencia; segundo, actuaban aquí
con protagonismo diversos personajes pro-revolucionarios que se oponían a los
proyectos (de explícitas connotaciones monárquicas) de unidad hispanoamericana
de Artigas, San Martín, Iturbide y el último Bolívar, y que promovieron así la
anarquía; y, finalmente, no se debe olvidar que el gobierno posterior de Juan
Manuel de Rosas timoneó con éxito la anarquía durante 20 años procurando
reivindicar la tradición hispánica y conformar una nación cristiana. La
fatalidad de la modernidad y la revolución (caída sobre nosotros con la derrota
de Caseros) sumió al mundo entero en general y a nuestro país en particular, en
una creciente anarquía y descristianización que llega hasta nuestros días y que
aquí se registra de un modo singular porque entre medio pasaron cosas como la
irrupción del peronismo. Pero ese es otro tema.
[9] Siguiendo la línea
aristotélica, Vittoria considera que el orden político es una exigencia de la
naturaleza humana en cuanto tal y en este sentido se legitima desde sí mismo.
Los falsos títulos impugnados por Vittoria responden a una concepción
teocrática que considera que lo político es un apéndice instrumental de la
órbita eclesial. Debemos estas precisiones al Dr. Castaño quien generosamente
nos ha aportado oportunas sugerencias.
[10] Una idea más
quisiéramos dejar plasmada sobre este tópico. No podemos sustraernos a la
sensación de que la política de los Austrias para con las Indias resulta, con
sus más y sus menos, generosa, paternal y tendiente a conformar comunidades
políticas cristianas que aprendan a “caminar solas”, conservando un vínculo de
fidelidad con el monarca cristiano pero tomando sus propias decisiones y
desarrollándose por sí mismas. La dinastía borbónica, por el contrario, tiende
a hacer de las Indias una posesión propia. Ellas no son ya un reino, sino
“colonias” como las comenzarán a llamar a partir de la reforma del siglo XVIII.
Es decir, pertenecen a España y España puede hacer con ellas lo que le venga en
gana.
[11] Hacia la página 67
Caponnetto comienza a desplegar todo el fundamento histórico, geográfico,
cartográfico de la luminosa idea que viene defendiendo desde hace años: la de
que el inicio de nuestra patria data de 1520, fecha de la primera misa. Hay
quienes despectivamente rechazan esta hermenéutica reconduciendo su invención a
una mente poética que no histórica. Una acusación que sería ridícula después de
leer esta obra, si de conocimiento de fuentes históricas hablamos. Pero, con
fuentes, documentos, erudición y todo lo que se quiera, Caponnetto no renuncia
a encontrar en la poesía (por motivos explicados ampliamente en otro sitio y
que aquí están esbozados) la instancia explicativa definitiva.
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