martes, 23 de marzo de 2021

Comentario al libro Respuestas sobre la independencia, de Antonio Caponnetto

 Comentario del Dr. Santiago Vázquez al libro Respuestas sobre la independencia, de Antonio Caponnetto (Buenos Aires: Bella Vista Ediciones, 2020) 


“La tragedia de la Argentina es que quiso ser otra, y lo consiguió. Ahora está condenada a ser otra indefinidamente y eternamente, como los brutos animales en la tierra y los condenados en el infierno”

“Ahondando en la argentinidad es la única manera de llegar a la raíz común, al vínculo natural-maternal. Por Martín Fierro se va al Quijote y al Cid”

“El resultado del fenomenal error (que en el fondo consistió en la ilusión insensata de querer hacer al país de nuevo) fue que la Argentina quedó descoyuntada en su ser moral, cultural y político; y al mismo tiempo (lo que parece un castigo de Dios) atrasada en la misma técnica –y sangrada a fondo por el imperialismo extranjero. Nada de misterio en esto. Lo que es misterioso es cómo todavía no nos fue mucho peor.”

Leonardo Castellani

“¡Soldados! Vais a penetrar en territorios de nuestro amado rey Fernando VII, que se hallan oprimidos por unos cuantos facciosos. Sólo venís a libertar a los paraguayos y naturales de Misiones del cautiverio en que se hallan. Paz, unión, verdadera amistad con los españoles amantes de la patria y del rey; guerra y destrucción y aniquilamiento a los agentes de Napoleón, que son los que encienden el fuego de la guerra civil

Arenga de Belgrano a sus soldados del 15 de diciembre de 1810

 

Los individuos de Hispanoamérica son como una prolongación de España [...]. La Hispanidad tiene pues más sentido para nosotros que para los mismos españoles. Para nosotros es el trasfondo social de nuestra nacionalidad concreta. Lo que es Europa para las naciones europeas, es la Hispanidad para los hispanoamericanos [...]. Sin los ingredientes ibéricos, las naciones de Hispanoamérica quedarían casi totalmente evisceradas

César Pico

 

Fue la propia monarquía al adoptar las ideas de la Ilustración, la que rompió con los fundamentos tradicionales en que se apoyaba [...] el objetivo religioso se fue olvidando, la justicia dejó de ser la principal inspiradora de la acción gubernativa, y el buen tratamiento de los indios quedó subordinado a las conveniencias políticas o económicas

Ricardo Zorraquín Becú

 

No eran realistas contra patriotas. No. Eran bonapartistas, afrancesados, iluministas y borbones, contra quienes no querían aceptar ninguna de estas condiciones en América. Entreverados y confundidos todos, eso sí; americanos y españoles, en un verdadero revoltijo bélico o mezcolanza facciosa

Antonio Caponnetto

El hombre normal es casi siempre nacional. El patriotismo es la más popular de todas las virtudes

Gilbert Chesterton

 

PREAMBULO NECESARIO

No es para antipatía del lector, ni para presumir una erudición de que carecemos, que nos permitimos iniciar el presente comentario con este haz de citas de diversa procedencia. Ellas nos ponen rápidamente en la pista de los temas que la presente obra aborda. Ellas nos dan, asimismo, cual mapa topográfico, un panorama de los cauces sinuosos y tortuosísimos (en el choque de corrientes con direcciones opuestas, y en la presencia de turbideces y de transparencias de diversa intensidad pero de clara evidencia para quien quiera verlas) por los que transcurre o por los que debería transcurrir, la discusión en torno a los temas de esta obra. Por último, ellas (y recordemos que de las citas iniciales estamos hablando) nos sugieren –si atendemos a todas sus implicancias y nos desprendemos de los muchos prejuicios y caricaturas que en torno a estos temas hoy abundan- una perspectiva de abordaje que es la que la presente obra adopta con auspiciosos resultados.

Esta perspectiva, rigurosa pero no impasible, y apasionada pero no miope (porque los amores rectos no ciegan la inteligencia sino que le dan el único idioma con el que ella puede leer dentro de las cosas y de los hechos), es aquella que, apegándose escrupulosamente a los hechos y a los documentos, no los presenta desnudos como si la tarea historiográfica se redujera a consignar hechos. “Se hace ciencia con hechos como una casa con piedras. Pero una acumulación de hechos no es una ciencia, lo mismo que un montón de piedras no es una casa”, nos recuerda Caponnetto citando a Henri Poincaré (p. 105). La mentada casa es la verdad, ese sol duro pero claro, al decir de Maurras, o esa tierra prometida a la que se llega después de peregrinar largamente por el desierto, al decir de Evagrio Póntico.

Y a esa verdad se llega, en el contexto temático en el que se inscribe esta obra, cuando al relevo escrupuloso de los hechos y documentos, sigue la mirada filosófica, teológica y al fin poética que intenta escudriñar las líneas de fuerza, los designios de la providencia y las intervenciones del Malo, en los hechos que han acaecido. Una mirada que, ciertamente, todo cristiano debe tener al aproximarse y al estudiar temas históricos si no quiere transformarse –en nombre de una presunta y autoproclamada “fe sin ideología”– en uno de aquellos “refutadores de leyendas” que tan bien pintó Dolina.

Antes de comenzar a presentar y comentar esta obra, y para terminar de ganarnos la antipatía de nuestros lectores, será necesario realizar una serie de aclaraciones. El carácter controversial de esta obra y el cúmulo de prejuicios injustos y maledicencias, en ocasiones francamente canallescas, que pesan sobre al autor, nos obligan a este preámbulo.

En primer término, es necesario decir algo acerca del carácter apologético de esta obra ¿Por qué? Porque sospechamos que existirá una primera categoría de impugnadores del presente libro: aquellos que tienen ya una idea formada y fraguada acerca del autor, y que simplemente dirán al enterarse de la existencia de este libro algo así como lo que sigue: “Uf!... Caponnetto respondiendo y polemizando otra vez.”, o “Ya está, que pare un poco”, dirá uno más joven. Si pudiéramos responder a esta primera categoría de impugnadores mejor que el mismo Caponnetto, lo haríamos. Pero no podemos:

El grueso de lo que escribimos posee el tono controversial y polémico, propio de quien se dedica, en gran parte, a lo que podríamos llamar, genéricamente, la apologética. Sin que eso implique elogio alguno. En tal sentido tenemos por la cosa más natural del mundo la aparición de discrepancias, diferencias de matices, de grados, o simplemente opugnaciones frontales. Sin más mérito que el paso de los años, hemos llegado a adquirir un cierto entrenamiento para tales pugilatos, y la verdad es que ni nos envalentonan ni nos arredran. Cuando tales debates son edificantes y limpios, suelen dar resultados, y en lo personal es mucho lo que nos auxilian y enseñan. En caso contrario, derivan en peleas desagradables y estériles.” (pp. 17-18)

Con esta esta obra nos hallamos frente a un modo de plantear el debate que resulta edificante y limpio. La honestidad intelectual no es una declamación vanidosa que adorna la introducción. Ella, como el marechaliano caballo de granja, campea en toda la obra y se deja ver, por ejemplo, en el cuidado con el que son elaboradas las preguntas pues con ellas se está exponiendo muchas veces la posición de otros autores con los que se quiere legítimamente debatir. El esfuerzo por no desfigurar en nada dicha posición, se nota. Y esto es ya un mérito, en tiempos en los que la caricaturización burlesca y la descalificación cobarde de la “cultura” bloguera y las redes sociales, es moneda corriente a la que nos acostumbramos y cuya gravedad deshumanizante no dimensionamos.

Por lo demás, frente a esta primera categoría de impugnaciones debemos subrayar que el tipo de apologética que aquí propone y cultiva el autor, tiene, por lo menos, dos enormes méritos: primero, desde el punto de vista científico (pues en el terreno de la historiografía científica se juega una buena parte de la obra) es absolutamente legítimo y necesario, e inobjetablemente valioso. Se trata, en efecto, de la obra de un historiador maduro que posee un manejo soberbio de las fuentes y de la bibliografía especializada pero que no cae en el pecado del especialista o del “bibliólatra”, que se siente culpable si a una afirmación suya no le sigue media página de notas al pie con aclaraciones y referencias. Digamos de paso que esto sucede porque además de ser la obra de un historiador consumado, es el texto de un hombre que sabe escribir. El libro nunca pierde intensidad, prolijidad, atracción.

El segundo de los méritos que decíamos, consiste en el enorme valor formativo que una obra de estas características posee. Porque posibilitar que nuevas generaciones se acerquen seriamente a estos temas, no se contrapone con la rigurosidad que los problemas abordados exige. Lo que sucede es que para conjugar ambos resultados hay que ser, a la vez que “historiador científico”, docente apasionado.

No obstante, el autor –formado en una generación y en una época en las que conjugar el verbo combatir no era hacer apologética ociosa, sino exponer el pellejo frente a un enemigo que con violencia terrorista o con tiranía democrática, hacía peligrar la vida, el sustento y la libertad– no se olvida que “la vida intelectual no puede ni debe ser reactiva [sino que] han de fijarla los grandes amores y los principios perennes” (p. 18).

Una cosa más digamos en este ya extenso preámbulo. Tiene que ver con algo que el autor señala hacia el final de la introducción y que debe ser adecuadamente ponderado. Caponnetto invita a los impugnadores honestos de las tesis que defiende, a dialogar con él. Si para los impugnadores necios (que lamentablemente existen en estos temas, hablando y criticando sin conocer o sin justipreciar la gravedad del tema) opone las duras palabras del libro de los Proverbios (“nunca respondas a un necio, para que no se estime sabio en su propia opinión” [26, 4-5]), para los historiadores e intelectuales honestos que discrepan con él, ofrece el fruto de sus reflexiones y estudios en espíritu de unidad, y en actitud de debate honesto, cordial y respetuoso. En definitiva de lo que se trata en estos temas es de ver y contemplar, cuándo y dónde ganó la Hispanidad en tanto espíritu (y forma cultural, política y social) que nos engendró y al que debemos la fe cristiana.



CONTEXTUALIZACIÓN DE LA OBRA

Pues bien, ya es momento de adentrarnos en la obra.

El presente libro constituye la prolongación natural de uno anterior del mismo autor titulado “Independencia y Nacionalismo”. Como bien señala la introducción, esta pequeña gran obra carecía de toda pretensión historiográfica. Simplemente trazaba (con un notable esfuerzo de síntesis y equidad) las líneas maestras de un modo de ver la historia y la realidad argentinas, ampliamente expuesto por los grandes autores de la historiografía y el pensamiento nacionales. El periodista español Javier Navascués Pérez, conocedor de aquella primera obra, celoso apóstol de la verdad y, por lo mismo, exento de aquellas sonoras y alegres bromas que sobre los periodistas supieron hacer los padres Castellani y Grasset[1], se preocupó por difundir la obra desde su portal web entrevistando a Caponnetto. De esa primera entrevista, que debemos al periodista español, se fue perfilando un libro que, tomando como base las incisivas y justas preguntas de Navascués (que componen la primera parte del libro), tomó posteriormente la forma de preguntas autoformuladas y respuestas.

Debe quedar asentado así el reconocimiento a Javier Navascués cuya inquietud y celo por la verdad sirvió de impulso para la creación de esta obra. Pero debe quedar asentado también el mérito enorme de Caponnetto al seguir una metodología que permitió, a la vez, claridad expositiva, rigor historiográfico, escrupulosidad analítica, escritura ágil y exposición clara de las posturas en debate. Porque el cuidado puesto en la formulación de las preguntas manifiesta, amén de respeto para con los autores que sostienen una u otra posición, una reflexión honesta, madura y erudita en torno a problemas históricos complejos de los que Caponnetto viene ocupándose desde hace décadas.

PARTES DE LA OBRA

Así las cosas, podrían distinguirse en el presente estudio tres grandes partes: la primera y más breve que contiene la entrevista de Navascués. La segunda, que comprende lo más grueso de la obra y que está compuesta por las preguntas autoformuladas con sus respectivas respuestas. Por último, y como frutilla del postre, el autor nos regala una larga y profunda reflexión, que por momentos se transforma en un trabajo erudito que sugiere y abre numerosas vías de investigación, acerca de un tópico que le es –y nos es–  particularmente entrañable, además de necesario en estos tiempos de eclipsamiento y de embriaguez informativa, y que se titula “El católico y la patria”.

La primera parte tiene, entonces, todas las características de una entrevista. Los temas se presentan de modo sintético, a vuelo de pájaro, y con conceptos densos que son presentados y expuestos con cuidado pero, naturalmente, sin la exhaustividad que sí veremos presente en las páginas posteriores. Esto es importante señalarlo pues, lamentablemente, podemos temer que no faltarán los clásicos lectores “de-primeras-10-páginas” que inmediatamente querrán ver en esa síntesis una presunta “cantinela repetitiva del relato nacionalista”, y con esa idea abandonarán la lectura. Y con esa idea –y esto es lo imputable– hablarán de la obra. Si quien lee este libro lo hace partiendo de ese prejuicio no habrá prueba documental que lo disuada, que lo haga reconsiderar su postura. El nacionalismo católico es un relato para niños y jóvenes. Punto. Todo lo que provenga de allí es ridículo, pueril. Es fábula. Es ideología. Toda prueba que se aduzca será automáticamente desestimada como manipulación de fuentes históricas al servicio de un relato que quiere ver la fe cristiana allí donde no hay más que mezquindades, oportunismos, desarraigo, piratería, apatridismo deshipanizante, etc. Frente a este tipo de impugnaciones no cabe discusión, solo debemos identificar su existencia a fin de evitar tener como interlocutor válido a quienes las blasonan. Y ello simplemente porque es una tesitura tal (con su carga de prejuicios y estigmas) la que, primaria y gratuitamente, invalida al nacionalismo como interlocutor.

 

LÍNEAS TEMÁTICAS DE LAS PREGUNTAS AUTOFORMULADAS

Detengámonos ahora en la segunda parte del libro que es, como anticipamos, la más extensa e importante. Aquí el autor entra de lleno en los temas que le preocupa discutir y, cuando es posible, dilucidar. Dichos temas son abordados por aproximaciones sucesivas que van ahondando y afinando cada vez más el argumento. Un tema abordado en las primeras preguntas, es retomado más adelante y comprendido más profundamente a la luz de nuevos datos y dilucidaciones.

Digamos, de una vez por todas, cuáles son esos grandes temas discutidos en esta segunda parte. Hemos podido identificar –teniendo en cuenta la extensión del desarrollo de los temas y la importancia que les asigna el mismo autor en su desarrollo– cinco líneas temáticas fuertes, todas ellas naturalmente vinculadas y armónicamente trabadas, que reciben un abordaje compacto, bien articulado y concisamente documentado. Enumeremos aquí dichas líneas temáticas, sin pretender describir con ella el orden de tratamiento de los temas –pues, como dijimos, todo está trabado– sino simplemente identificar tópicos específicamente distintos y particularmente tratados.

1.      Primero: el proceso de independencia de la prexistente (y con este término ya estamos sugiriendo lo que será otro gran tema de la obra) nación Argentina y la naturaleza política, filosófica e ideológica (variopinta) del llamado movimiento autonomista. Complejo tema que Caponnetto va desmenuzando desde la primera página, justificando sólidamente la legitimidad de aquel proceso, poniendo de relieve los hechos heroicos y luctuosos que lo acompañan, y deslindando los bandos que entran en pugna (y en abierto combate) con ese bisturí historiográfico que solo puede empuñar un historiador que esté ampliamente familiarizado con los hechos y los personajes. Por cierto, esta tarea de deslindamiento asume la multitud de paradojas, entrecruzamientos, mezclas y nomenclaturas de los bandos, y echa por tierra el simplismo de la historia oficial que, para describir aquel conflicto, opuso realistas a patriotas. Le merecen aquí un tratamiento especial las figuras claves de Napoleón Bonaparte y Cornelio Saavedra.

2.      Otro gran tema abordado por el autor y que nos permitimos poner en esta lista que proponemos solo como esquema de estudio, es el de la figura, señera, del General San Martín. Se trata, desde luego, de una especie de subtema del anterior, y de un subtema enorme sobre el que ha corrido y corre muchísima tinta. No es la intención del autor agotar el asunto, pero el tratamiento que hace de los motivos del General y la selección de hechos y documentos en torno a su figura y su acción, hacen de este tópico uno de considerable extensión, clarificador examen y distinguible tratamiento.

3.      Naturalmente integrado a los anteriores, también es motivo de análisis, crítica y demostración, el fundamental tema de la crisis terminal de la monarquía española hacia principios del siglo XIX, sin obviar el registro de los antecedentes de la decadencia en los actos de traición y felonía de la corona borbónica durante los siglos anteriores. La deplorable figura de Fernando VII es puesta aquí en consideración, y su personalidad y actuar políticos son presentados con “pelos y uñas”.

4.      Los dos temas adicionales que el autor trata están naturalmente vinculados a lo anterior y su exposición y discusión está entretejida con ello. No obstante, se trata de dos temas que exceden el tópico del proceso de la independencia dándole, en todo caso, una inteligibilidad última. El primero de ellos tiene que ver con la existencia de la Argentina como patria y nación. De aquí que habláramos hace un momento de “prexistencia” de la nación (usando la expresión en un sentido específicamente distinto al que lo usó Mitre). Más que demostración, lo que realiza inicialmente el autor, al tratar este tema, es una mostración de los documentos que atestiguan aquella existencia anterior a los sucesos de la independencia. Sobre estos documentos –ignorados pasmosamente por quienes se atreven a decir que Argentina es un invento de los juntistas de 1810 o de los congresistas de 1816– avanza la reflexión filosófica para, ahora sí, demostrar porqué esta porción geográfica es denominada legítimamente patria y nación.

5.      El último de los temas que identificamos tiene que ver con la delimitación conceptual precisa de lo que llamamos “Nacionalismo Católico”, aclarando confusiones, denunciando desfiguraciones, asumiendo deformaciones y declarando abiertamente de qué se trata esto de ser o llamarse nacionalista católico. Para muchos el nacionalismo católico es una especie de secta, compuesta por un montón de “briosos sin letras”, que miran mal al que no es “de los nuestros”, y que siguen y veneran a algún destemplado arengador con un poco más de letras y años. No es posible detenerse a examinar esa caricatura pueril. Simplemente es necesario decir que el nacionalismo católico argentino es (a través de sus mas notables exponentes, que no son pocos y a quienes debemos en muchos casos la conservación y vitalidad del pensamiento católico en nuestro país) nada más y nada menos que el intento de interpretar la realidad política e histórica desde la fe católica, recuperando el concepto tradicional de nación cristiana, reconociendo primero y exaltando después su existencia en nuestra historia pre y pos hispánica, y buscando por ello la restauración de esa nación bajo la consigna irrenunciable de instaurar todas las cosas en Cristo. El libro también se extiende en esto dejando claro algo que, si no existiesen opugnadores gratuitos, no sería necesario hacerlo: el concepto de nación que se reivindica no lo inventó ni lo bautizó el nacionalismo católico. No tiene, por ello, ninguna relación con la noción moderna y es precisamente frente a dicha noción que dicho término es exhumado de la tradición (principalmente hispánica) poniendo en vigencia las razones naturales y sobrenaturales sobre las que siempre se sostuvo.

Digamos algo ahora acerca del modo en que se va desplegando el análisis y la demostración en torno a estos puntos. Debemos recordar que los temas se van tratando de modo espiralado, volviendo cada tanto sobre ellos para reforzar la demostración, para aportar nuevos datos y nuevos análisis que resultan oportunos en el nuevo contexto temático que ha abierto otra pregunta. Por otro lado, también es necesario decir que estas cinco líneas temáticas no son todas igualmente importantes en el marco de los objetivos que se plantea el libro. El asunto de San Martín, por ejemplo, en sí mismo importante, no es objeto del libro, por tanto su tratamiento recibe la atención justa y necesaria en el marco del tema principal del proceso de independencia, su legitimidad y su significado dentro del tema de la Patria Argentina.

Digamos también que estas cinco líneas temáticas que hemos despejado no agotan todo el contenido de esta segunda parte del libro. Aparecen, aquí y allí, jugosos análisis y calibradas síntesis acerca de temas que, personalmente, nos son caros y entrañables. Otro motivo para agradecer al autor. Por ejemplo, el del elemento indiano en la conformación de la identidad hispanoamericana y argentina en particular (pp. 80-84). O un párrafo preciso y precioso sobre el drama de Lugones, que parece un epígrafe al estudio que hiciera el padre Castellani sobre gran poeta argentino y a aquel implacable análisis del mismo autor en ese estremecedor artículo “La otra Argentina” que hemos citado al inicio.

LA LEGITIMIDAD DEL PROCESO DE INDEPENDENCIA

Pues bien, digamos algo ahora acerca de algunos de aquellos cinco puntos.

El primero es abordado y examinado por diversos caminos. El autor atiende, con rigor y prolijidad y hasta la última de las preguntas autoformuladas, a las objeciones de diverso tenor que se plantean principalmente desde vertientes historiográficas asociadas al carlismo. Éstas, bajo la equívoca consigna “españoles que no pudieron serlo”, procuran deslegitimar nuestro proceso de independencia aduciendo que se trató de un acto de sedición que rompe sin razones justificables (peor aún: por razones desdeñables como la de replicar en Hispanoamérica los procesos revolucionarios europeos), la unidad del imperio español.

Hagamos un paréntesis y digamos que no son solo vertientes historiográficas serias vinculadas al carlismo, con las que Caponnetto dialoga críticamente. Su labor apologética se dirige también aquí hacia quienes, sin conocer el carlismo, replican ciertas cantinelas y se refieren superficialmente al proceso de independencia como un acto sedicioso impulsado por el espíritu revolucionario de la época y llevado adelante por comerciantes, oportunistas y algún que otro ideólogo. En este marco, es necesario decir que hoy la “cultura” de las redes sociales y del comentario bloguero anónimo (todo lo cual contribuye como nunca a superficializar y abaratar el genuino debate y la honesta confrontación en busca de la verdad, reduciendo todo a ridiculizaciones, caricaturas, citas descontextualizadas, etc), mal sirve al fin de clarificar grandes y graves temas históricos como este del proceso de independencia. No está demás copiar aquí las justas y sensatas palabras que nuestro autor enuncia al respecto, no porque sean esenciales para el tema, pero sí porque se trata también de cultivar una actitud de seriedad y honestidad intelectual que nos permita abordar estos temas –importantes para quienes nos reconocemos hijos de la hispanidad– con la seriedad que se merecen:

Por sobre los serios estudios históricos –de antaño y de hogaño– vemos con preocupación que aparecen hoy algunos comunicadores, que bajo el amparo que prestan las redes sociales, esparcen con cierta ligereza o liviandad, algunas afirmaciones cuanto menos temerarias. No diríamos mentirosas, si vamos al fondo mismo de la cuestión; no. Ni mucho menos, malintencionadas. Pero inspirados algunos en la justa defensa de la Hispanidad, caen en ocasiones en el desprecio por ciertas figuras, o por ciertos acontecimientos, sin el debido sustento. Arbitraria y capciosamente; lo que confunde sobre todo a los menos formados. La historiografía no es tarea de chicaneros, provocadores, petardistas o detonadores de datos extravagantes o curiosos. Tampoco es de buen historiógrafo la autosuficiencia interpretativa, como si el pasado fuera un coto de caza privado; o un arcón de la abuela del que extraemos objetos de uso personal” (p. 286)

Ciertamente no podremos agotar aquí el tratamiento que hace Caponnetto del tema del proceso de independencia y del estado terminal –y de su “resurrección” en forma de tiranía– de la monarquía española. Mencionemos simplemente los elementos por los que marcha su demostración.

Confluyen aquí varios temas: las tensiones ideológicas presentes en la península y replicadas en el Río de la Plata, el atávico amor al rey, la presencia de agentes británicos y de un clero revolucionario aquí y en España, el estado de la península ibérica desde principios de siglo con la firma de tratados abyectos, abdicaciones, usurpaciones de trono, peleas a muerte en la familia real, “reinado” de un beodo, poder creciente de Napoleón, juntas y consejos de regencia de dudosa legitimidad y espúreo origen, etc. Presentado con precisión este contexto caótico, Caponnetto demuestra que nuestro proceso de independencia fue en sus mejores exponentes un “anhelo por salvar la hispanidad” y fue, en este sentido, doloroso pero legítimo[2] ¿Cómo demostrar esta tesis? Varios elementos hay que desagregar aquí. Comentemos solo algunos de ellos.

En primer lugar, el autor nos pone en la pista de un tema fundamental cuya clarificación, a nuestro entender, dirime en gran parte el debate. Nos referimos a las implicancias de la categoría “Hispanidad” en oposición al carnalismo genealógico, al fundamentalismo dinástico, al talibanismo fernandista. La Hispanidad es un espíritu y un alma –al que todos reivindicamos, valoramos y defendemos– que puede o no informar una dinastía de reyes y, más aún, un régimen político[3]. Si el principio material que éstos constituyen pierde aquella forma espiritual quiere decir que lo que se ha operado es una mutación sustancial. Es demostrable con hechos múltiples que la dinastía borbónica se hallaba hacía tiempo llevando adelante dicha mutación. La aparición en escena de Napoleón vino a terminar de destruir por dentro lo que se parecía cada vez más a un cadáver. La cobarde abdicación y el “reinado”, a instancias de toda la familia real, de “Pepe Botella” es todo un símbolo.

En cualquier caso, lo que urgía –aquí y en la península– era recomponer un sistema de gobierno que fuese materia apta encarnar aquella forma espiritual llamada Hispanidad. Por cierto, esta forma espiritual se hallaba a manera de ideal, de imperativo atávico, de automatismo de hombres políticos de fe cristiana y monárquica, de uno y otro lado del océano, y de uno y otro lado de la contienda. Se dan en este sentido múltiples y complejas paradojas que Caponnetto asume, explicita y explica con cuidadosos análisis, procurando no ser injusto ni componedor con nadie, sea en la mostración de méritos o deméritos, sea en la inculpación de felonías, traiciones y omisiones.

En este marco es paradigmático el abordaje que nuestro autor realiza de la figura del gran Cornelio Saavedra, con su profunda fe cristiana y monárquica a cuestas (algo fácilmente demostrable para quien quiera verlo[4]), con su conducta innegablemente realista, y, a la vez, con sus omisiones dolosas y su participación indirecta en el canallesco fusilamiento del héroe de la Reconquista, Santiago de Liniers.

La paradoja es algo más que un género literario. A veces es una condición para reconstruir e inteligir el pasado” (p. 197), nos dice el autor como dándonos la clave de bóveda para comprender aquella tortuosa época en que los buenos y los malos están de los dos lados.

Los ejemplos podrían multiplicarse, y Caponnetto se encarga de consignar los justos y necesarios para que comprendamos que esta época no puede ser comprendida con reduccionismos simplistas, con miradas a vuelo de pájaro. No se puede decir sin revelar liviandad y escaso conocimiento (cuando no un afán sedicentemente des-ideologizante que está, por lo menos, mal calibrado) que aquí había revolucionarios y en España tradicionalistas, que la guerra era entre realistas y “patriotas” comprometidos con la fundación de una “nueva nación”, que nuestro proceso e independencia no es mas que una réplica autóctona de la revolución francesa, etc. No. Comprender mediante estos reduccionismos simplistas aquella época es dejar de lado caprichosamente (u ofrecer de ellos una explicación falaz, a priori) una infinidad de hechos y documentos evidentes por sí mismos. Por de pronto, ignorar que la primera junta de 1810 no es más que el modo hispánico de enfrentar la crisis de poder que se estaba viviendo, pues, como decía Ernesto Palacio, hasta para “deshipanizarnos fuimos hispánicos”. El clamor por la independencia no existía en ese momento, en que, a imitación de las Juntas que se iban formando en España ante la irrupción de Napoleón, se crea aquí la archiconocida Primera Junta de Gobierno, fidelista y monárquica. Como señalara José Luis Busaniche, la misma palabra independencia fue tabú durante los primeros años de la Revolución (p. 114)

Aquella arenga de Belgrano que citamos al inicio, será, para estos simplismos historiográficos, una especie de flatus vocis motivado por quien sabe qué razones de oportunismo político, que no expresan la real condición de agente de la revolución que tendría ese general liberal. No importa que sean las palabras previas a un combate a  muerte. No importa que quien lo diga haya sido el mismo que quería escapularios para la tropa y manifestaba siempre profunda devoción a Nuestra Señora, en gestos y conductas evidentemente heredados de una tradición recibida y abrazada. Nada de eso importa. Todo, incluida esta arenga reveladora, será siempre manifestación de un realismo mentiroso, no genuino. No se quiere entender, por ejemplo, que, aunque puedan rastrearse en Belgrano u otros grandes (así como en los “buenos” del otro bando), algunas “heterodoxias” o yerros filosófico-políticos que Caponnetto no omite mencionar (porque ejemplarmente se hace cargo de todas las paradojas, también, desde luego, de las innúmeras que existían en la península), su amor al patrimonio común de la Hispanidad era indudable, operativo y, por lo mismo, demostrable por cualquier estudio historiográfico más o menos serio. Su delicada devoción a Nuestra Señora no es más que un bellísimo corolario de una cosmovisión hispanofilial, y en tanto corolario es que el nacionalismo católico (y todo abordaje historiográfico que quiera ser honesto) puede y debe insistir en ella, pues resulta a las claras una actitud cordial elocuente y reveladora en sí misma. Lo mismo dígase del acto sanmartiniano de poner a Nuestra Señora como generala del ejército o del reglamento militar de don José que penaba con dureza justísima la blasfemia.

Es necesario entender que cuando se consignan estos y otros hechos y documentos de desigual importancia pero de indudable valor, no es porque quien lo dice si sitúa en una posición historiográfica nacionalista que, en cuanto tal, buscaría urdir un relato épico inexistente, y que, para lograr este fin, sobredimensionaría hechos menores, inventaría otros, acallaría documentos y trazaría con candor o con fanatismo imberbe la figura de héroes que solo fueron oportunistas, mercaderes, agentes foráneos o simples ideólogos movidos por la inercia y el espíritu de la época. Una visión tal, prototipo de un prejuicio ideológico antinacionalista que parece cundir en cierta clase intelectual y paradigma de la tesitura propia de aquellos “refutadores de leyendas” que mentáramos mas arriba, pretende ser la de un realismo expurgado de sentimentalismo patriotero que piensa que hablar de patria y nación argentinas y héroes nacionales es un invento de algunos destemplados o, en el mejor de los casos, un bautismo bienintencionado de algo que o bien no existe ni existió, o bien es imposible de bautizar. No podemos dejar de notar en esta actitud una extraña incapacidad para ver el heroísmo, la grandeza y la epopeya cuando éstas tienen procedencia y sello criollos.

Al margen de ello, lo que hay que tener en cuenta es simplemente que se está, con toda evidencia, frente a hechos concretos que remiten a un significado inmediato y a los que no se puede vaciar de su valor revelador sin incurrir en miopía o en yerro historiográfico. Si un general, a punto de poner en riesgo su vida, arenga a sus soldados a batallar junto a él contra las tropas de Napoleón en nombre del rey Fernando VII, no hay mucho para interpretar. Si tiene cuatro patas, una cola y dice “guau guau” lo más probable es que sea perro.

Que aquí haya triunfado, indudablemente, la “ideología del descastamiento” y que lo haya hecho con rapidez y eficacia hasta el punto de tener una historia oficial con padres decimonónicos de la patria, cadenas rotas y gritos estentóreos de “libertad, libertad, libertad”, dice y revela muchas cosas. Lo que seguro no dice es que aquí no existió una vertiente hispanofilial desde el principio mismo de la crisis terminal de la monarquía, que quiso para estas tierras otra cosa que la que se impuso, que pensó en la grandeza y unidad de la gran Nación Hispano-americana y que pretendía conservar la herencia cultural y política de España.  

No es extraño que el gran inventor de aquella “patria” que iniciaría con 1810, Bartolomé Mitre, haya tenido que separarse del “padre de la patria” que él mismo inventó, cuando estaban frente a sus ojos hechos que no podía omitir y ni siquiera desfigurar a fin de que aparecieran lo menos democráticamente incorrectos. En Punchauca, dice un Mitre decepcionado y sin salida, San Martín “cayó como libertador”… No pudo ocultar ni desfigurar (como sí pudo hacerlo con otros hechos) el proyecto monárquico del General y por ello optó por tender sobre su figura –necesaria para construir su mito de la nueva nación moderna– un manto de benévola incomprensión. Le faltó decir nomás que, a esa altura de los hechos, el Gran General ya estaba “estresado” o “gagá”, y no pensaba con claridad.

En suma, lo central aquí es que Caponnetto demuestra con evidencia (repetimos: para quien quiera verlo) que en  nuestro proceso de independencia existió una corriente tradicional, hispanofilial y hasta monárquica, que participó con protagonismo de un proceso doloroso, no querido pero necesario por diversas razones. Entre estas razones cuentan la irrupción disgregadora y disolvente de Napoleón, el extravío total de los reyes[5], la ruptura constatable de un pacto de vasallaje sinalagmático que suponía la intangibilidad americana (conservándose la fidelidad al rey hasta donde se pudo y hasta que la ruptura de dicho pacto estaba consumadísima por las múltiples traiciones de la corona borbónica), la necesidad de resistir a un régimen cuando éste se vuelve tiránico, y todo con el deseo expreso (sin máscaras y dejando la sangre como testimonio) de conservar tanto la prosapia cultural hispánica que la misma España venía dilapidando desde hacía décadas (hasta el paroxismo del siglo XIX con hechos bisagra como el Tratado de Fontainebleau) cuanto la unidad geopolítica que esa España grande pensó, y hasta la forma monárquica que inclusive por inercia se prefería aquí.

Que junto a esta corriente (que no tuvo, por cierto, toda la pureza doctrinal que ahora exigen quienes acusan a Caponnetto de purista, pero que estaba animada indudablemente por un espíritu tradicional y amante del legado de España) existió otra liberal, masónica, segregacionista, iluminista y todos los adjetivos malos que queramos ponerle, es algo evidente que Caponnetto se encarga también de demostrar con toda claridad. Que esa corriente fue la que finalmente triunfó[6] y la que inventó el mito de la nación argentina que rompió las cadenas y que se consolidó como estado en 1853, también es evidente. Que la corriente de cuño cristiano y tradicionalista tuvo sus héroes, sus hombres de acción, sus hombres lúcidos, sus actos de grandeza, su cuarto de hora y hasta sus altísimos testimonios literarios, también es evidente.

Junto al padre Castañeda, Caponnetto nos recuerda las figuras menos conocidas pero igualmente elocuentes de Pedro Luis Pachecho y Pantaleón García; ejemplos claros y evidentes de la existencia de una concepción de la independencia lejanísima de la emancipación revolucionaria. Que haya triunfado el mal –y que lo haya hecho con rapidez y eficacia, repetimos– no prueba que el bien no existió. Prueba en todo caso que aquí también se estaba replicando (en los peores “patriotas” que curiosamente eran los más fernandistas) lo que hace rato venía dándose en la península ibérica y en toda Europa: la irrupción del espíritu revolucionario. No debe olvidarse que entre Carlos III, Carlos IV y Fernando VII se operó la entrega de España a Napoleón y se pergeñó el proyecto de entregar América a Inglaterra. En aquella España “los franceses salen por un lado y los ingleses entran por otro”, al decir de Pérez Galdós. Y América viene a ser “el pato de la boda” como dijera con justeza Cornelio Saavedra.

Antes de dejar este tópico no queremos dejar de mencionar el precioso texto de José María Pemán –españolísimo él– que Caponnetto trae a consideración y que expresa, con la luz y la transparencia que solo un poeta verdadero puede lograr, lo que en América sucedió cuando en España se instala lo que el poeta llama “régimen de potencias”: “América no hace otra cosa sino lo mismo que la Pilarica –que no quería ser francesa”.

LA DECADENCIA DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA

Pero volvamos a aquellos cinco puntos que hemos propuesto como esquema de estudio de la presente obra. Nos interesa aquí comentar también el tercero de ellos.

Dicho punto, si recordamos, es el que hace referencia a la crisis de la monarquía. Naturalmente este tema va entretejido con el anterior y su tratamiento es casi inescindible del punto precedente si se quiere lograr una comprensión cabal del proceso de independencia. Sin embargo, estamos ante un tema que ha recibido un tratamiento diferencial (y muchas veces independiente del proceso posterior de independencia de las naciones hispanoamericanas) por parte de una pléyade de autores de historia del derecho y de filosofía política. Caponnetto nos otorga en este sentido datos precisos y análisis clarificadores.

La punta del iceberg la constituye Fernando VII. Su figura, indefendible aún para los mismos que impugnan la independencia, constituye la cifra de una decadencia (doctrinal, política, moral, espiritual) que hacía por lo menos un siglo estaba ya instalada en la monarquía española. Citando abundancia de autores españoles con autoridad en el tema, Caponnetto deja en claro que Fernando VII fue masón y que como masón actuó y gobernó. Él, su padre y su abuelo fueron los principales responsables de la desmembración del imperio. Con ellos la concepción tradicional de monarquía ha terminado de morir y lo que queda después de la liberación de Fernando en 1814 es un remedo diabólico de ella. La tiranía, el despotismo, la irracionalidad y el rencor con el que actúa Fernando VII no constituyen solo conductas repudiables de un monarca en particular. Son la manifestación postrimera y lamentable de un absolutismo que nada tenía de tradicional y que se venía practicando en la península desde mucho tiempo atrás, con desprecio por los americanos, uso comercial de las tierras (por ejemplo las ventas de Florida y Lousiana, con tratados escandalosos con Inglaterra y Francia) haciendo de las Indias monedas de cambio (rompiendo así la intangibilidad americana), aumento exponencial de los impuestos, y un largo etcétera. Por ejemplo, la denominación de colonias en lugar de reinos, dada a las tierras americanas en el proceso de reforma del siglo XVIII implica una redefinición del vínculo político que irá en creciente desmedro de estos reinos.

Caponnetto examina aquí, con detenimiento, la postura paradigmática de José Antonio Ullate Fabo. El autor carlista que reconoce que “la desmedulación social operada por el regalismo [borbónico] y sus consecuencia desmoralizadoras en la sociedad”, fue una causa eficiente del proceso de independencia, dirá sin embargo que lo que aquí sucedió fue una rebelión ilegítima que no respetó el bien común acumulado y, prácticamente, tomó como excusa la violación del bien común presente perpetrada por Fernando VII, para dilapidar toda la herencia hispánica. Esta diferenciación entre bienes comunes que realiza Ullate, de suyo interesante, se le termina volviendo en contra al autor carlista pues la realidad pura y dura es que fue la dinastía borbónica la que traicionó ese bien común acumulado, inaugurando tempranamente un vínculo político con las Indias que no era el que inicialmente habían concebido los grandes reyes católicos, cuya política tendió siempre a otorgar primero y reconocerle después, a las Indias, una personalidad política específicamente distinta en unidad con la persona del monarca.

Como han demostrado, entre otros, Tau Anzoátegui y Sergio Castaño (cuyo aporte desde la filosofía política y la historia del derecho es clave para comprender los motivos más profundos de los hechos que se desencadenan en el siglo XIX), la existencia del “Consejo de Indias” como órgano legislativo y jurisdiccional propio de estas tierras, demuestra, entre muchos otros hechos, el reconocimiento de una alteridad política y explica la consecuente actitud de los Austrias de potenciar la autonomía legítima (que no implicaba ruptura del pacto de vasallaje con la persona del monarca) de las comunidades que aquí, luego del proceso civilizador y misional llevado adelante (con gloria) por los reyes católicos y por la casa de los Austrias, tenían existencia propia. El consejo de Indias, en efecto, constituye un órgano propio de las comunidades americanas que toma sus propias decisiones. Un entidad política semejante no existe para ni para Navarra, ni para Granada, ni para Aragón[7].

Sergio Castaño, en un vigoroso trabajo de relevamiento bibliográfico y documental y de filosofía política, demuestra la enorme diversidad de documentos, hechos e instituciones existentes durante los primeros siglos de la evangelización, que muestran que, en el sentir y en el pensar de la España de los Austrias, las Indias eran consideradas un reino distinto, que estaba incorporado a la corona pero que no se confundía con el reino de las Españas. Esto se observa, por ejemplo, en la denominación que se daba a sí mismo Felipe II: “Rey de las Españas y Rey de las Indias”. Con dicha denominación el gran monarca no hacía mas que seguir la idea de su padre, Carlos, que con la creación y la entidad dada al Consejo de Indias, reconoce que el proceso civilizador y misional ha dado lugar a una nueva comunidad que tendrá a partir de entonces, para con el Reino de Castilla, una “Unión Real”, con toda la carga política y jurídica que implica esta denominación. Por de pronto, el reconocimiento de que Castilla y las Indias son dos reinos distintos unidos en un vasallaje común para con la persona del monarca.

En rigor, es mucho más lo que se podría decir respecto a la tradición política y a la naturaleza de las relaciones y vínculos que se establecen entre la corona y las Indias. Se dará cuenta el lector de la importancia de este tema para comprender y examinar la legitimidad del proceso de independencia. No podemos extendernos más sobre el particular. Mencionemos simplemente un hecho importantísimo y harto elocuente que nos sirva para dejar en evidencia el peso de los argumentos esgrimidos por Caponnetto en la obra que estamos comentando.

El autor, aunque no pueda extenderse en ello, da cuenta de un hecho que queremos, conclusivamente, puntualizar. Nos referimos al tema de los títulos de España sobre América, al modo en que Carlos V se plantea el tema, y la respuesta que da el gran Francisco de Vittoria iluminando la cuestión desde una óptica filosófica y cristiana y desde una tradición para la cual la autonomía o independencia pueden ser el resultado normal o a veces el proceso necesario e ineluctable (dadas determinadas circunstancias cuya rol desencadenante no contradice el derecho natural), del desarrollo y la especificidad de una comunidad política. No estamos diciendo que de la obra de Vittoria se sigue la justificación de nuestro proceso de independencia. En todo caso decimos que un proceso de independencia como el nuestro (con las diversas circunstancias históricas que lo suscitaron) no se contrapone a los principios establecidos por Vittoria respecto a los motivos por los cuales España podía permanecer aquí. Por el contrario, los supone.

Por ello es importante recordar en este contexto la reflexión de Vittoria acerca de los justos títulos, en tanto ella echa luz sobre la viabilidad de una comunidad política cuando ésta tiene posibilidad de existencia autárquica e independiente[8] y cuando los títulos que sobre ella tiene un monarca son derogados por las mismas decisiones y gobierno políticas de ese monarca y, en rigor, de toda la dinastía a la que él pertenecía.

Del tema de los justos títulos se ha ocupado amplia y esclarecedoramente Sergio Castaño. Apuntemos rápidamente algunas de sus conclusiones, todas las cuales refuerzan las principales tesis del libro que estamos comentando

Hay que recordar aquí, en primer término, la conducta inédita y magnánima del gran emperador católico. Carlos V tiene algo que pocos reyes en la historia han tenido: escrúpulos de conciencia respecto a la legitimidad de la conquista, y a la legitimidad de los títulos de España sobre América. No sabe si es justo, está preocupado por la justificación de su presencia en América. Para dirimir con la mayor justicia posible la cuestión, tomará la sabia decisión de llevar la discusión a los claustros universitarios, pidiendo luz a los sabios. En esa época no existían los intelectuales orgánicos. Existían, sí, hombres lúcidos, profundos y honestos como Francisco de Vittoria, y tras él una pléyade notable de teólogos, principalmente dominicos, que, frente a juristas y canonistas, se animan a impugnar los títulos pontificios dados por el papa Alejandro VI a los reyes católicos. Estos títulos son falsos pues se basan en la vieja idea teocrática del papa como señor del mundo desarrollada por el canonista Enrique de Susa, llamado el Ostiense[9]. Los títulos legítimos de España sobre América se basan para Vittoria y sus mas notables discípulos como Alonso de la Veracruz, Domingo de Salazar, Juan Ramírez de Arellano, entre otros, en el derecho que tienen los cristianos –en este caso, castellanos– para evangelizar.

Era la corona quien disponía la acción de los evangelizadores siendo así el brazo secular autorizado para llevar la fe a América. Había entonces un derecho que se fundaba en el mandato evangélico y era éste el más importante de los títulos en los que se fundó a partir de entonces la acción española en América. Desde luego, junto a este título legítimo que Vittoria, en tanto doctor cristiano, destaca, existen otros que pueden ser agrupados, como propone Castaño, en dos grandes categorías. Los que tienen que ver con el derecho natural y los títulos políticos. Entre estos últimos llama la atención que Vittoria le de un lugar de importancia a la aceptación voluntaria de los jefes indígenas del señorío del rey de Castilla. También entran aquí cuestiones que tienen que ver con los atropellos y las brutalidades que las grandes tribus (los Aztecas, por ejemplo) cometían para con personas y comunidades aborígenes. En este sentido los castellanos podían y debían prestar auxilio y hasta formar alianzas militares con jefes indígenas y tribus diversas. Y en esto también hallaba un justificativo la presencia de España en América.

Pues bien, nos hemos permitido esta especie de digresión porque la obra de Caponnetto tiene, entre los diversos méritos que hemos ido observando, la virtud de ponernos en la pista de los temas de fondo cuyo conocimiento y clarificación resultan necesarios para discutir acerca del proceso de independencia. Este de los títulos de España sobre América es uno de esos temas de fondo..

No es posible en este sitio extenderse más sobre el particular, pero la conclusión a que arribamos es que Castilla, al examinar su derecho a permanecer en América, está reconociendo de hecho la alteridad política de las Indias y la posibilidad de que ellas conformen una comunidad política singular. Justifica notable e indiscutiblemente su conservación de las mismas en razones de índole natural y evangélica.

Por ello es necesario decir que no es invento ni de Caponnetto, ni del nacionalismo católico, ni del revisionismo, el cuestionamiento acerca de la pérdida de la legitimidad de la dinastía borbónica, toda vez que ésta no dejó atropello por cometer, impugnando de hecho, y en todos los sentidos posibles, aquellos justos títulos[10].

Pero vayamos cerrando ya este extenso comentario. No podemos hacerlo sin mencionar siquiera la importancia de aquel cuarto punto que hemos propuesto en nuestro modesto esquema de estudio: el de la existencia de la Argentina como patria y nación. De tal importancia es este tema y es tal la claridad que alcanzamos de él al acercarnos a la obra de Caponnetto, que su abordaje amerita, sin duda, un comentario aparte que –con mucha audacia y escasa competencia– nos comprometemos a realizar en un futuro próximo. Digamos simplemente que quedan aquí resueltos (o por lo menos abiertas las vías para su resolución) varios temas fundamentales: en primer lugar, la tradición antíquisima sobre la que se sostiene el uso de la palabra Patria para hacer referencia al lugar y a la comunidad política en la que se nació. Caponnetto nos ofrece, en un apéndice exquisito, un recorrido que comienza por la etimología de la palabra y termina por una exposición, no exhaustiva pero sí preciosa, de algunos textos de los santos padres que atestiguan que el sentido que aún hoy damos a la palabra Patria (y el que se da desde el execrado nacionalismo católico), existe en la tradición cristiana desde el principio de nuestra era, alimentándose de una tradición clásica que es resignificada espiritualmente por los autores cristianos primitivos con la noción de Patria Celestial. Evidentemente se esconde aquí, como bien lo demuestra Caponnetto al reflexionar sobre un remanido y malinterpretado texto de Hugo de San Víctor, toda una valoración profunda de la realidad terrenal que designa el término Patria en tanto se usa como metáfora del Reino de los Cielos.

También queda resuelto aquí el tema de la Patria Argentina. Caponnetto demuestra hasta qué punto es impreciso e ideológico pensar y decir que Argentina comienza en 1810. Impreciso porque esta porción geográfica que hoy conocemos como Argentina existía incoada en el Imperio, con esta precisa denominación y como sociedad política incipiente dentro del Virreinato del Río de la Plata, desde el siglo XVI. De esto existen datos cartográficos, crónicas de la época, datos históricos y otras noticias sorprendentes (que dejamos para que descubra el lector) que atestiguan sin dejar lugar a dudas, que la denominación Argentina aplicada a esta zona geográfica existía desde principios del siglo XVI, designando una región o conjunto de provincias dentro del virreinato. Martin del Barco, en la obra “La Argentina” datada de 1602, la llama, con clara reminiscencia feudal, La Argentina Reino. La Argentina era la región principal de un virreinato integrado también por la Capitanía de Chile.

Los accidentes geográficos también desempeñan un papel en la delimitación de las regiones y sociedades políticas, y aquí la cordillera de los Andes lo desempeñó. Caponnetto da cuenta de todos estos datos que no hacen mas que reafirmar que resulta una enormidad afirmar que Argentina comienza en 1810. No obstante, el autor no ignora que por culpa del segregacionismo ilustrado (propiciado inicialmente por los borbones), cuando no del interés financiero mas grosero, se terminan conformando republiquetas que imponen límites artificiales a estas regiones. Este hecho, lamentable en sí mismo, no justifica lo que es dicho trivialmente desde algunos lugares respecto a la artificialidad de lo que llamamos Argentina. Y no lo justifica simplemente porque esto que llamamos Argentina fue fundado por la España católica en el siglo XVI con la clara intención de conformar una sociedad política cristiana.

Más que demostración, lo que realiza inicialmente el autor, al tratar este tema, es una mostración de los documentos que atestiguan aquella existencia anterior a los sucesos de la independencia. Sobre estos documentos –ignorados pasmosamente por quienes se atreven a decir que Argentina es un invento de los congresistas de 1810– avanza la reflexión filosófica para, ahora sí, demostrar porqué esta porción geográfica es denominada legítimamente patria y nación.

Por cierto, la Argentina que con el autor reivindicamos y que se identifica con esta porción geográfica que habitamos, no es la República liberal que nos legó la derrota de Caseros, ni la Grande Argentina del joven Lugones, ni la Argentina justicialista de Perón y de los variopintos peronistas, ni la Argentina de los mundiales de fútbol. Tampoco (vade retro) la de los canallas apellidados Kirchner, Macri, Fernández. No. Hay otra Argentina, como dijera Castellani. Hay una Argentina que tuvo su origen histórico, fundacional y sacramental[11], bajo el signo del glorioso imperio español. Esa Patria Argentina es la que amamos y reivindicamos, que reconocemos en el desgajamiento doloroso pero necesario de 1816, en los próceres que amaron la tradición hispánica, que la quisieron poner en vigencia y que pusieron su vida al servicio de esa causa. Esa Argentina es la misma que aún permanece en el corazón de quienes están orgullosos de su origen.

Dr. Santiago Vázquez



[1] Conocidas son aquellas palabras de Castellani en las que decía algo así como lo que sigue: “Ya que los periodistas dicen tantas cosas podrían alguna vez decir la verdad”. Menos conocida es una anécdota del padre Grasset que nos relatara a nosotros Eduardo Amitrano, ejercitante de los retiros que allá por la década del 70 u 80 predicaba dicho sacerdote y por los que pasaron decenas de maestros. Contaba Eduardo que durante la meditación acerca el infierno, Grasset realizaba una extraordinaria composición de lugar describiendo cómo las almas condenadas iban caminando en fila hacia el abismo del fuego eterno. En determinado momento el cura se autopreguntaba “¿y quiénes iban delante de esa fila?”, para responderse a sí mismo, con voz tronitonante: “Los periodistas!!!”.

[2] Como ahora veremos, es ampliamente demostrable que hubo en nuestro proceso de independencia un “bando” tradicional y otro liberal. El liberal terminó triunfando, por cierto. Pero es erróneo reconducir la argentinidad que el nacionalismo defiende a la configuración liberal que a partir de Caseros adoptó esta nación. Si reivindicamos la patria argentina, no por ello hacemos lo propio con el himno. Pero lo curioso aquí es que muchas veces quienes enrostran al nacionalismo su defensa de un proceso que habría significado una ruptura con la tradición, con la España católica, defienden luego –como personajes que habrían traído civilización– a figuras funestas como Sarmiento, Roca, Mitre, quienes precisamente son los culpables de que aquel germen liberal que está en el origen de nuestra independencia, se transformara en árbol y en bosque negro.

[3] “¿Qué extraña, fatalista y determinista ley de la herencia biológica está por encima de la ley natural de resistir al mal gobernante, y de aspirar, a la par, a gobernantes justos?” (p. 38). ¿En qué se funda en última instancia la defensa de la monarquía? Debemos suponer, por cierto, en que ella constituye el régimen político tradicional por el cual nos llegó la fe y por el cual América fue un territorio hijo de España y, por tanto, rama viva de la cristiandad. Glorioso título. Debemos suponer también que la monarquía era el régimen preferido de las naciones cristianas. Y había razón en que así lo fuera. Ahora bien, si esa monarquía se diseca del espíritu que le da vida, transformándose no ya en un régimen justo que busca el bien común (natural y sobrenatural en la medida en que dispone una sociedad para la acción evangelizadora de la Iglesia) de todos sus súbditos, sino en un absolutismo (que, repetimos, nada tiene de tradicional) tiránico, depredador, regalista, que usa las tierras como moneda de cambio, que no respeta la singularidad de comunidades políticas ya formadas y ubicadas a miles de kilómetros de distancia (como era el espíritu del Consejo de Indias, como veremos enseguida), etc., etc. ¿En que consiste su legitimidad? ¿En dónde se hallan sus justos títulos? ¿Por qué sería ilegítimo levantarse contra ella si ese levantamiento tiene como causa final la restauración de una autoridad política justa y cristiana? Recordemos que no otra cosa querían Saavedra, Belgrano, San Martín. Y que aquel elenco de males venía siendo desde hacía 100 años, moneda corriente de la dinastía borbónica.

[4] Es revelador en este sentido que historiadores como Carlos Sánchez Viamonte, José Ingenieros, Rodolfo Puiggrós y José Luis Romero, insospechados de “fanatismo nacionalista”, califiquen a Saavedra como reaccionario y contrarrevolucionario. Títulos honorables procediendo de quienes proceden. Contra el afán denigratorio de don Cornelio, propiciado por algunos autores carlistas, véase de la obra que estamos comentando: página 277 ss. y, especialmente, la nota al pie 259.

[5] Reyes que, sujetando el destino de un imperio a rencillas familiares, se peleaban a muerte entre sí, hijo contra padre, padre contra hijo, se desheredaban, se volvían a amigar para volverse a enemistar, se encarcelaban entre sí, pactaban con “Le Petit Caporal” que se aprovechaba de todo, abdicaban a su favor, etc.

[6] No está demás decir que el mismo Caponnetto ha hecho de la denuncia de la vigencia de esa corriente en nuestro país, una misión personal que le ha costado cientos de denuncias, desempleo y otros malos tragos que no mencionaremos por respeto al autor.

[7] No es extraño que sean las Cortes de Cádiz las que el 17 de abril de 1812 suprimen dicho consejo después de tres siglos de existencia. Asimismo –y dicho sea de paso a propósito de dichas cortes– llama la atención que quienes acusan al nacionalismo como reivindicatorio de una presunta noción moderna de nación, no paren mientes en la cosmovisión no solo moderna sino incluso masónica, que inspira la famosa constitución de 1812 (conocida como la Pepa) promulgada por las Cortes y puesta de nuevo en vigencia y jurada por Fernando VII en 1820. Mientras en España se fundaba –y esto sí, sin lugar a dudas– una nación moderna impugnando de hecho el antiguo régimen, aquí “José Gervasio de Artigas levantaba una bandera opuesta a la Pepa, al Regentismo y todo cuanto aquello significara. Hablamos de una bandera en sentido doctrinario; pero también de un pabellón cuyos colores utilizaba el bando anti-regentista y en pugna con la Constitución de 1812. Y la hacía ondear desde el Campamento de Purificación, enclave por antonomasia del Artiguismo, cuyo nombre rememoraba los antiguos campamentos de Purificación de la Santa Fe en tiempos de los Reyes Católicos.” (p. 91).

[8] Esto suponiendo, desde luego, un grado civilizatorio que no podemos negarle sin miopía a la sociedad argentina de aquella época. Hay quienes seguramente dirán que la calidad de ese grado civilizatorio y el margen de posibilidad de aquella existencia independiente de la comunidad política, se demostraron aquí nulos o casi nulos pues el país se sumergió rápidamente en la anarquía. Frente a esto hay por lo menos tres hechos que deben considerarse: la España a la que, según estos impugnadores, había que someterse, estaba en anarquía (política y espiritual) antes, durante y después del proceso de independencia; segundo, actuaban aquí con protagonismo diversos personajes pro-revolucionarios que se oponían a los proyectos (de explícitas connotaciones monárquicas) de unidad hispanoamericana de Artigas, San Martín, Iturbide y el último Bolívar, y que promovieron así la anarquía; y, finalmente, no se debe olvidar que el gobierno posterior de Juan Manuel de Rosas timoneó con éxito la anarquía durante 20 años procurando reivindicar la tradición hispánica y conformar una nación cristiana. La fatalidad de la modernidad y la revolución (caída sobre nosotros con la derrota de Caseros) sumió al mundo entero en general y a nuestro país en particular, en una creciente anarquía y descristianización que llega hasta nuestros días y que aquí se registra de un modo singular porque entre medio pasaron cosas como la irrupción del peronismo. Pero ese es otro tema.

[9] Siguiendo la línea aristotélica, Vittoria considera que el orden político es una exigencia de la naturaleza humana en cuanto tal y en este sentido se legitima desde sí mismo. Los falsos títulos impugnados por Vittoria responden a una concepción teocrática que considera que lo político es un apéndice instrumental de la órbita eclesial. Debemos estas precisiones al Dr. Castaño quien generosamente nos ha aportado oportunas sugerencias.

[10] Una idea más quisiéramos dejar plasmada sobre este tópico. No podemos sustraernos a la sensación de que la política de los Austrias para con las Indias resulta, con sus más y sus menos, generosa, paternal y tendiente a conformar comunidades políticas cristianas que aprendan a “caminar solas”, conservando un vínculo de fidelidad con el monarca cristiano pero tomando sus propias decisiones y desarrollándose por sí mismas. La dinastía borbónica, por el contrario, tiende a hacer de las Indias una posesión propia. Ellas no son ya un reino, sino “colonias” como las comenzarán a llamar a partir de la reforma del siglo XVIII. Es decir, pertenecen a España y España puede hacer con ellas lo que le venga en gana. 

[11] Hacia la página 67 Caponnetto comienza a desplegar todo el fundamento histórico, geográfico, cartográfico de la luminosa idea que viene defendiendo desde hace años: la de que el inicio de nuestra patria data de 1520, fecha de la primera misa. Hay quienes despectivamente rechazan esta hermenéutica reconduciendo su invención a una mente poética que no histórica. Una acusación que sería ridícula después de leer esta obra, si de conocimiento de fuentes históricas hablamos. Pero, con fuentes, documentos, erudición y todo lo que se quiera, Caponnetto no renuncia a encontrar en la poesía (por motivos explicados ampliamente en otro sitio y que aquí están esbozados) la instancia explicativa definitiva.

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