Reproducimos la última carta de Mons. Carlo Maria Viganò, que se muestra enfervorizado en los postulados tradicionalistas, aparentemente reconociendo sus errores del pasado. Habíamos notado su dirección en un post previo Mons. Viganò, más Tradicionalista que nunca, critica a Bergoglio y al Concilio Vaticano II. Puede parecernos que debe profundizar algún juicio sobre la responsabilidad de Benedicto XVI. Y decir qué actitudes le parece tomar frente a esta Nueva Iglesia modernista del Vaticano II qué él ahora está descubriendo. Sabemos que otros denunciaron hace décadas, y pagaron el precio a ello, lo que él denuncia ahora. Pero no queremos a priori desmerecer a quien parece ir avanzando por el camino de dejar el miedo y las componendas y vivir en la verdad y predicarla. Como fuere, aún para el debate, es una carta para leer.
9 de junio de 2020, San Efrén
El mérito del ensayo de Su Excelencia reside en primer lugar en su comprensión del vínculo causal entre los principios enunciados o implícitos por el Vaticano II y su lógico efecto consecuente en las desviaciones doctrinales, morales, litúrgicas y disciplinarias que han surgido y se han desarrollado progresivamente hasta el día de hoy. El monstrum generado en los círculos modernistas pudo haber sido engañoso al principio, pero ha crecido y se ha fortalecido, de modo que hoy se muestra por lo que realmente es en su naturaleza subversiva y rebelde. La criatura que fue concebida en ese momento es siempre la misma, y sería ingenuo pensar que su naturaleza perversa podría cambiar. Los intentos de corregir los excesos conciliares - invocando la hermenéutica de la continuidad - han resultado infructuosos: Naturam expellas furca, tamen usque recurret [Expulsar a la naturaleza con una horquilla; ella volverá enseguida] (Horace, Epist. I,10,24). La Declaración de Abu Dhabi - y, como bien observa el obispo Schneider, sus primeros síntomas en el panteón de Asís - "fue concebida en el espíritu del Concilio Vaticano II", como confirma orgullosamente Bergoglio.
Este "espíritu del Concilio" es la licencia de legitimidad que los innovadores oponen a sus críticos, sin darse cuenta de que es precisamente la confesión de ese legado lo que confirma no sólo la errónea de las presentes declaraciones sino también la matriz herética que supuestamente las justifica. Mirando más de cerca, nunca en la historia de la Iglesia un Concilio se ha presentado como un evento histórico tan diferente a cualquier otro concilio: nunca se habló de un "espíritu del Concilio de Nicea" o del "espíritu del Concilio de Ferrara-Florencia", y menos aún del "espíritu del Concilio de Trento", así como nunca tuvimos una era "post-conciliar" después de Letrán IV o el Vaticano I.
La razón es obvia: esos Concilios fueron todos, indiscriminadamente, la expresión al unísono de la voz de la Santa Madre Iglesia, y por esta misma razón la voz de Nuestro Señor Jesucristo. Es significativo que quienes mantienen la novedad del Vaticano II también se adhieren a la doctrina herética que pone al Dios del Antiguo Testamento en oposición al Dios del Nuevo Testamento, como si pudiera haber contradicción entre las Divinas Personas de la Santísima Trinidad. Evidentemente esta oposición casi gnóstica o cabalística es funcional a la legitimación de un nuevo sujeto voluntariamente diferente y opuesto a la Iglesia Católica. Los errores doctrinales casi siempre traicionan algún tipo de herejía trinitaria, y así es como, volviendo a la proclamación del dogma trinitario, las doctrinas que se oponen a él pueden ser derrotadas: ut in confessione veræ sempiternæque deitatis, et in Personis proprietas, et in essentia unitas, et in majestate adoretur æqualitas: Profesando la verdadera y eterna Divinidad, adoramos lo que es propio de cada Persona, su unidad en la sustancia, y su igualdad en la majestad.
El obispo Schneider cita varios cánones de los Concilios Ecuménicos que proponen, a su juicio, doctrinas que hoy en día son difíciles de aceptar, como por ejemplo la obligación de distinguir a los judíos por su vestimenta, o la prohibición de que los cristianos sirvan a los amos musulmanes o judíos. Entre estos ejemplos está también la exigencia de la traditio instrumentorum declarada por el Concilio de Florencia, que fue corregida más tarde por la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis de Pío XII. El obispo Athanasius comenta: "Uno puede esperar y creer con razón que un futuro Papa o Concilio Ecuménico corregirá la declaración errónea hecha" por el Vaticano II. Esto me parece un argumento que, aunque hecho con las mejores intenciones, socava el edificio católico desde su fundación. Si de hecho admitimos que puede haber actos magisteriales que, debido a un cambio de sensibilidad, son susceptibles de abrogación, modificación o interpretación diferente con el paso del tiempo, inevitablemente caemos bajo la condena del Decreto Lamentabilii terminamos ofreciendo una justificación a aquellos que, recientemente, precisamente en base a esa errónea suposición, declararon que la pena de muerte "no se ajusta al Evangelio", y así modificaron el Catecismo de la Iglesia Católica.
Y, por el mismo principio, en cierto modo podríamos mantener que las palabras del Beato Pío IX en Quanta Cura fueron de alguna manera corregidas por el Vaticano II, tal y como Su Excelencia espera que ocurra con Dignitatis Humanae. Entre los ejemplos que presenta, ninguno de ellos es en sí mismo gravemente erróneo o herético: el hecho de que el Concilio de Florencia declarara que la traditio instrumentorum era necesaria para la validez de las Órdenes no comprometió en modo alguno el ministerio sacerdotal en la Iglesia, llevándola a conferir Órdenes inválidas. Tampoco me parece que se pueda afirmar que este aspecto, por importante que sea, haya llevado a errores doctrinales por parte de los fieles, lo que en cambio sólo ha ocurrido con el último Concilio. Y cuando a lo largo de la historia se han difundido diversas herejías, la Iglesia ha intervenido siempre con prontitud para condenarlas, como ocurrió en el momento del Sínodo de Pistoia en 1786, que de alguna manera se anticipó al Concilio Vaticano II, sobre todo cuando suprimió la comunión fuera de la Misa, introdujo la lengua vernácula y suprimió las oraciones del canónigo dicho submissa voce; pero aún más cuando teorizó sobre el fundamento de la colegialidad episcopal, reduciendo la primacía del papa a una mera función ministerial. La relectura de las actas de ese Sínodo nos deja asombrados por la formulación literal de los mismos errores que encontramos después, en forma aumentada, en el Concilio presidido por Juan XXIII y Pablo VI. Por otra parte, así como la Verdad viene de Dios, el error se alimenta y se nutre del Adversario, que odia a la Iglesia de Cristo y su corazón: la Santa Misa y la Sagrada Eucaristía.
Llega un momento en nuestra vida en el que, por disposición de la Providencia, nos encontramos ante una elección decisiva para el futuro de la Iglesia y para nuestra salvación eterna. Hablo de la elección entre entender el error en el que prácticamente todos hemos caído, casi siempre sin malas intenciones, y querer seguir mirando hacia otro lado o justificarnos.
También hemos cometido el error, entre otros, de considerar a nuestros interlocutores como personas que, a pesar de la diferencia de sus ideas y de su fe, siguen estando motivadas por buenas intenciones y que estarían dispuestas a corregir sus errores si pudieran abrirse a nuestra Fe. Junto con numerosos Padres del Concilio, pensamos en el ecumenismo como un proceso, una invitación que llama a los disidentes a la única Iglesia de Cristo, a los idólatras y paganos al único Dios Verdadero, y al pueblo judío al Mesías prometido. Pero desde el momento en que se teorizó en las comisiones conciliares, el ecumenismo se configuró de manera que estaba en directa oposición a la doctrina previamente expresada por el Magisterio.
Hemos pensado que ciertos excesos eran sólo una exageración de aquellos que se dejaban arrastrar por el entusiasmo de la novedad; creíamos sinceramente que ver a Juan Pablo II rodeado de encantadores curanderos, monjes budistas, imanes, rabinos, pastores protestantes y otros herejes era una prueba de la capacidad de la Iglesia para convocar a la gente para pedirle a Dios la paz, mientras que el ejemplo autorizado de esta acción inició una desviada sucesión de panteones más o menos oficiales, incluso hasta el punto de ver a los obispos llevando sobre sus hombros el ídolo inmundo de la pachamama, ocultado sacrílegamente bajo el pretexto de ser una representación de la sagrada maternidad.
Pero si la imagen de una divinidad infernal pudo entrar en San Pedro, esto es parte de un cresecendo que la otra parte previó desde el principio. Numerosos católicos practicantes, y quizás también la mayoría del clero católico, están hoy convencidos de que la fe católica ya no es necesaria para la salvación eterna; creen que el Dios Uno y Trino revelado a nuestros padres es el mismo que el dios de Mahoma. Ya hace veinte años escuchamos esto repetido desde los púlpitos y las cátedras episcopales, pero recientemente lo escuchamos afirmado con énfasis incluso desde el Trono más alto.
Sabemos bien que, invocando el dicho de la Escritura Littera enim occidit, spiritus autem vivificat [La letra trae la muerte, pero el espíritu da la vida (2 Cor 3:6)], los progresistas y los modernistas supieron astutamente esconder expresiones equívocas en los textos conciliares, que en su momento parecían inofensivas para la mayoría pero que hoy se revelan en su valor subversivo. Es el método empleado en el uso de la frase subsistit in: decir una verdad a medias no tanto como para no ofender al interlocutor (suponiendo que sea lícito silenciar la verdad de Dios por respeto a su criatura), sino con la intención de poder utilizar el error a medias que se disiparía instantáneamente si toda la verdad fuera proclamada. Así, "Ecclesia Christi subsistit in Ecclesia Catholica" no especifica la identidad de las dos, sino la subsistencia de una en la otra y, por coherencia, también en otras iglesias: aquí está la apertura a las celebraciones interconfesionales, las oraciones ecuménicas y el inevitable fin de cualquier necesidad de la Iglesia en el orden de la salvación, en su unicidad y en su naturaleza misionera.
Algunos recordarán que los primeros encuentros ecuménicos se celebraron con los cismáticos de Oriente, y muy prudentemente con otras sectas protestantes. Aparte de Alemania, Holanda y Suiza, al principio los países de tradición católica no acogían celebraciones mixtas con pastores protestantes y sacerdotes católicos juntos. Recuerdo que en ese momento se hablaba de quitar la penúltima doxología del Veni Creator para no ofender a los ortodoxos, que no aceptan el Filioque. Hoy escuchamos las suras del Corán recitadas desde los púlpitos de nuestras iglesias, vemos un ídolo de madera adorado por las hermanas y hermanos religiosos, escuchamos a los obispos negar lo que hasta ayer nos pareció la excusa más plausible de tantos extremismos. Lo que el mundo quiere, por instigación de la masonería y sus tentáculos infernales, es crear una religión universal que sea humanitaria y ecuménica, de la cual el Dios celoso que adoramos sea desterrado. Y si esto es lo que el mundo quiere, cualquier paso en la misma dirección por parte de la Iglesia es una elección desafortunada que se volverá en contra de aquellos que creen que pueden burlarse de Dios. Las esperanzas de la Torre de Babel no pueden ser resucitadas por un plan globalista que tiene como objetivo la cancelación de la Iglesia Católica, para reemplazarla con una confederación de idólatras y herejes unidos por el ambientalismo y la hermandad universal. No puede haber hermandad excepto en Cristo, y sólo en Cristo: qui non est mecum, contra me est.
Es desconcertante que pocas personas sean conscientes de esta carrera hacia el abismo, y que pocos se den cuenta de la responsabilidad de los más altos niveles de la Iglesia en el apoyo a estas ideologías anticristianas, como si los líderes de la Iglesia quisieran garantizar que tienen un lugar y un papel en el vagón del pensamiento alineado. Y es sorprendente que la gente persista en no querer investigar las causas de la crisis actual, limitándose a deplorar los excesos actuales como si no fueran la consecuencia lógica e inevitable de un plan orquestado hace décadas. Si la pachamama puede ser adorada en una iglesia, se lo debemos a Dignitatis Humanae. Si tenemos una liturgia protestante y a veces incluso pagana, se lo debemos a la acción revolucionaria de Monseñor Annibale Bugnini y a las reformas post-conciliares. Si la Declaración de Abu Dhabi fue firmada, se lo debemos a Nostra Aetate. Si hemos llegado al punto de delegar decisiones a las Conferencias Episcopales - incluso en grave violación del Concordato, como ocurrió en Italia - se lo debemos a la colegialidad, y a su versión actualizada, la sinodalidad. Gracias a la sinodalidad, nos encontramos con que Amoris Laetitia tuvo que buscar la manera de evitar que apareciera lo que era obvio para todos: que este documento, preparado por una impresionante maquinaria organizativa, pretendía legitimar la Comunión para los divorciados y los convivientes, al igual que Querida Amazonia se utilizará para legitimar a las mujeres sacerdotes (como en el reciente caso de una "vicaria episcopal" en Friburgo) y la abolición del Sagrado Celibato. Los prelados que enviaron el Dubia a Francisco, en mi opinión, demostraron la misma ingenuidad piadosa: pensar que Bergoglio, al enfrentarse a la razonablemente argumentada impugnación del error, comprendería, corregiría los puntos heterodoxos y pediría perdón.
El Concilio sirvió para legitimar las más aberrantes desviaciones doctrinales, las más atrevidas innovaciones litúrgicas y los más inescrupulosos abusos, todo ello mientras la Autoridad permanecía en silencio. Este Concilio fue tan exaltado que se presentó como la única referencia legítima para los católicos, el clero y los obispos, oscureciendo y connotando con un sentido de desprecio la doctrina que la Iglesia siempre había enseñado con autoridad, y prohibiendo la perenne liturgia que durante milenios había alimentado la fe de una línea ininterrumpida de fieles, mártires y santos. Entre otras cosas, este Concilio ha demostrado ser el único que ha causado tantos problemas de interpretación y tantas contradicciones con respecto al Magisterio precedente, mientras que no hay otro Concilio - desde el Concilio de Jerusalén hasta el Vaticano I - que no armonice perfectamente con todo el Magisterio o que necesite tanta interpretación.
Lo confieso con serenidad y sin controversias: Yo fui una de las muchas personas que, a pesar de las muchas perplejidades y temores que hoy se han demostrado absolutamente legítimos, confiaron en la autoridad de la Jerarquía con una obediencia incondicional.
En realidad, creo que mucha gente, incluido yo mismo, no consideró inicialmente la posibilidad de que pudiera haber un conflicto entre la obediencia a una orden de la Jerarquía y la fidelidad a la propia Iglesia. Lo que hizo tangible esta separación antinatural, incluso diría perversa, entre la Jerarquía y la Iglesia, entre la obediencia y la fidelidad, fue ciertamente este último Pontificado.
En la Sala de las Lágrimas adyacente a la Capilla Sixtina, mientras Monseñor Guido Marini preparaba el rocetto blanco, mozzetta y estola para la primera aparición del Papa "recién elegido", exclamó Bergoglio: "¡Sono finite le carnevalate! [¡Se acabaron los carnavales!]", rechazando desdeñosamente la insignia que todos los Papas hasta entonces habían aceptado humildemente como distintivo del Vicario de Cristo. Pero esas palabras contenían la verdad, aunque se dijera involuntariamente: el 13 de marzo de 2013, la máscara cayó de los conspiradores, que por fin se libraron de la presencia incómoda de Benedicto XVI y se enorgullecían descaradamente de haber logrado finalmente promover un cardenal que encarnaba sus ideales, su manera de revolucionar la Iglesia, de hacer maleable la doctrina, adaptable la moral, adulterable la liturgia y desechable la disciplina. Y todo esto fue considerado, por los mismos protagonistas de la conspiración, la consecuencia lógica y la aplicación obvia del Vaticano II, que según ellos se había debilitado por las críticas expresadas por Benedicto XVI. La mayor afrenta de ese Pontificado (de BXVI) fue permitir libremente la celebración de la venerada Liturgia Tridentina, cuya legitimidad fue finalmente reconocida, refutando cincuenta años de su ilegítimo ostracismo. No es casualidad que los partidarios de Bergoglio sean las mismas personas que vieron el Concilio como el primer evento de una nueva iglesia, antes de la cual había una antigua religión con una antigua liturgia.
No es casualidad: lo que estos hombres afirman impunemente, escandalizando a los moderados, es lo que también creen los católicos, a saber: que a pesar de todos los esfuerzos de la hermenéutica de la continuidad que naufragó miserablemente en la primera confrontación con la realidad de la crisis actual, es innegable que a partir del Vaticano II se construyó una iglesia paralela, superpuesta y diametralmente opuesta a la verdadera Iglesia de Cristo. Esta iglesia paralela progresivamente oscureció la institución divina fundada por Nuestro Señor para reemplazarla con una entidad espuria, correspondiente a la deseada religión universal que primero fue teorizada por la masonería. Expresiones como nuevo humanismo, fraternidad universal, dignidad del hombre, son las consignas del humanitarismo filantrópico que niega al verdadero Dios, de la solidaridad horizontal de vaga inspiración espiritualista y del irenismo ecuménico que la Iglesia condena inequívocamente. "Nam et loquela tua manifestum te facit [Hasta tu discurso te delata]" (Mt 26, 73): este recurso muy frecuente, incluso obsesivo, al mismo vocabulario del enemigo, traiciona la adhesión a la ideología que él inspira; mientras que, por otra parte, la renuncia sistemática al lenguaje claro, inequívoco y cristalino de la Iglesia confirma el deseo de desprenderse no sólo de la forma católica, sino incluso de su sustancia.
Lo que durante años hemos oído enunciar, vagamente y sin connotaciones claras, desde el Trono más alto, lo encontramos luego elaborado en un verdadero y propio manifiesto en los partidarios del presente Pontificado: la democratización de la Iglesia, ya no a través de la colegialidad inventada por el Vaticano II, sino por el camino sinodal inaugurado por el Sínodo sobre la Familia; la demolición del sacerdocio ministerial a través de su debilitamiento con excepciones al celibato eclesiástico y la introducción de figuras femeninas con deberes cuasi-sacerdotales; el paso silencioso del ecumenismo dirigido a los hermanos separados a una forma de panecumenismo que reduce la Verdad del Dios Único Trino al nivel de las idolatrías y las supersticiones más infernales; la aceptación de un diálogo interreligioso que presupone el relativismo religioso y excluye el anuncio misionero; la desmitificación del Papado, perseguida por Bergoglio como un lema de su pontificado; la progresiva legitimación de todo lo políticamente correcto: teoría de género, sodomía, matrimonio homosexual, doctrinas maltusianas, ecologismo, inmigracionismo... Si no reconocemos que las raíces de estas desviaciones se encuentran en los principios establecidos por el Concilio, será imposible encontrar una cura: si nuestro diagnóstico persiste, contra toda evidencia, en excluir la patología inicial, no podemos prescribir una terapia adecuada.
Esta operación de honestidad intelectual requiere una gran humildad, en primer lugar al reconocer que durante décadas hemos sido llevados al error, de buena fe, por personas que, establecidas en la autoridad, no han sabido vigilar y custodiar el rebaño de Cristo: unos para vivir tranquilamente, algunos por tener demasiados compromisos, otros por conveniencia, y finalmente algunos de mala fe o incluso con intención maliciosa. Estos últimos que han traicionado a la Iglesia deben ser identificados, apartados, invitados a enmendar y, si no se arrepienten, deben ser expulsados del recinto sagrado. Así actúa un verdadero Pastor, que se preocupa por el bienestar de las ovejas y que da su vida por ellas; hemos tenido y tenemos todavía demasiados mercenarios, para los que el consentimiento a los enemigos de Cristo es más importante que la fidelidad a su Esposa.
Así como hace sesenta años obedecí honesta y serenamente órdenes cuestionables, creyendo que representaban la voz amorosa de la Iglesia, hoy, con igual serenidad y honestidad, reconozco que he sido engañado. Ser coherente hoy, perseverando en el error, representaría una elección miserable y me haría cómplice de este fraude. Pretender una claridad de juicio desde el principio no sería honesto: todos sabíamos que el Concilio sería más o menos una revolución, pero no podíamos imaginar que resultaría tan devastador, incluso para el trabajo de aquellos que deberían haberlo evitado. Y si hasta Benedicto XVI todavía podíamos imaginar que el golpe de estado del Vaticano II (que el cardenal Suenens llamó "el 1789 de la Iglesia") había experimentado una desaceleración, en estos últimos años incluso los más ingenuos entre nosotros han entendido ese silencio por miedo a causar un cisma, el esfuerzo de reparar los documentos papales en un sentido católico para remediar su pretendida ambigüedad, las llamadas y dubias hechas a Francisco que quedaron elocuentemente sin respuesta, son todas una confirmación de la situación de la más grave apostasía a la que están expuestos los más altos niveles de la Jerarquía, mientras que el pueblo cristiano y el clero se sienten desesperadamente abandonados y que son considerados por los obispos casi con fastidio.
La Declaración de Abu Dhabi es el manifiesto ideológico de una idea de paz y cooperación entre las religiones que podría tener alguna posibilidad de ser tolerada si proviniera de los paganos que están privados de la luz de la Fe y el fuego de la Caridad. Pero quien tiene la gracia de ser un Hijo de Dios en virtud del Santo Bautismo debería horrorizarse ante la idea de poder construir una versión moderna blasfema de la Torre de Babel, tratando de reunir a la única y verdadera Iglesia de Cristo, heredera de las promesas hechas al Pueblo Elegido, con aquellos que niegan al Mesías y con aquellos que consideran blasfema la idea misma de un Dios Trino. El amor de Dios no conoce medida y no tolera compromisos, de lo contrario no es simplemente Caridad, sin la cual no es posible permanecer en Él: qui manet in caritate, in Deo manet, et Deus in eo [quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él] (1 Jn 4:16). Poco importa si se trata de una declaración o de un documento magisterial: sabemos bien que los modos subversivos de los innovadores juegan con este tipo de argucias para difundir el error.
Y sabemos bien que el propósito de estas iniciativas ecuménicas e interreligiosas no es convertir a Cristo a los que están lejos de la única Iglesia, sino desviar y corromper a los que todavía mantienen la Fe Católica, haciéndoles creer que es deseable tener una gran religión universal que reúna a las tres grandes religiones abrahámicas "en una sola casa": ¡este es el triunfo del plan masónico en preparación del reino del Anticristo! Que esto se materialice a través de una bula dogmática, una declaración o una entrevista con Scalfari en La Repubblica importa poco, porque los partidarios de Bergoglio esperan sus palabras como una señal a la que responden con una serie de iniciativas ya preparadas y organizadas desde hace tiempo. Y si Bergoglio no sigue las indicaciones que ha recibido, las filas de teólogos y clérigos están dispuestos a lamentar la "soledad del Papa Francisco" como premisa para su dimisión (pienso por ejemplo en Massimo Faggioli en uno de sus recientes ensayos). Por otra parte, no sería la primera vez que utilizan al Papa cuando sigue sus planes y se deshacen de él o lo atacan en cuanto no lo hace.
El domingo pasado, la Iglesia celebró la Santísima Trinidad y en el Breviario nos ofrece el rezo del Symbolum Athanasianum, ahora proscrito por la liturgia conciliar y ya reducido a sólo dos ocasiones en la reforma litúrgica de 1962. Las primeras palabras de ese Symbolum ahora desaparecido permanecen inscritas en letras de oro: "Quicumque vult salvus esse, ante omnia opus est ut teneat Catholicam fidem; quam nisi quisque integram inviolatamque servaverit, absque dubio in aeternum peribit - Quien quiera salvarse, antes que nada es necesario que mantenga la fe católica; pues si una persona no ha mantenido esta fe íntegra e inviolada, sin duda perecerá eternamente".
+ Carlo Maria Viganò
LifeSiteNews - Chiesa e post concilio - Religión, La Voz Libre
Por eso también, en plena cuarentena, el pasado 8 de junio, el Boletín Oficial confirmó que el gobierno acaba de adoptar oficialmente la definición de antisemitismo promovida por el IHRA (Alianza Internacional para el recuerdo del holocausto), con el beneplácito expreso de la DAIA. Según los dueños de la neosemántica, quedaría comprendida entre las conductas antisemitas punibles por la ley, “las calumnias como el asesinato de Jesús por los judíos”. Con lo cual, lo que se sigue necesariamente, es la descalificación del Nuevo Testamento, y de la doctrina bimilenaria que de él se sigue, reducido el conjunto todo, ahora, a la condición de calumnia.
ResponderEliminarhttp://www.ncsanjuanbautista.com.ar/2020/06/israel-manda-antonio-caponnetto.html
Oh... los hermanitos mayores de wojtyla.
Así es, estimado. Terrible.
ResponderEliminarhttps://santaiglesiamilitantebis.blogspot.com/2020/06/argentina-profundizo-su-definicion-de.html