La más solemne, porque tuvo la forma de un contrato, pues si hubo propuesta de una parte, hubo aceptación de otra. En efecto, el ángel Gabriel, al anunciar a la Virgen María la concepción Jesús, para sostener el corazón de la pobre niña aplastada por el infinito misterio, le anuncia también el regio destino de su Hijo: no le habla de la Cruz, si del trono. «Sábete que has de concebir en seno, y parirás un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. «Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, al cual el Señor Dios dará el trono de su padre David, y reinará en la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin».
Una hebrea de aquellos tiempos, a quien se le habla del trono de David, comprende sin ningún equívoco el sentido literal de la promesa. María acepta el sublime contrato y responde: «Hágase en mí según tu palabra» ( Luc., 1. 31, 33). ¿Quién se atreverá a decir que la palabra del ángel, que era la palabra de Dios no se va a cumplir? Nadie, ciertamente.
Pero aquí muchos son los que hacen una distinción curiosísima, y en nuestra modesta opinión, injustificada. He aquí la distinción: Dividen la solemne promesa del ángel a la Virgen María en dos partes. La primera parte, la más difícil de entender, la interpretan literalmente: concebirás y darás a luz, siendo virgen. La segunda parte, la que se refiere al reino de Jesús, la interpretan como si se tratara de un reino espiritual, aunque el ángel no habló de un trono espiritual sino del trono de David, que fue material y de este mundo. ¿En qué se fundan para interpretar literalmente una mitad de la profecía y alegóricamente la otra mitad? Si hemos de entender la promesa ángel en su sentido literal y obvio, como lo debió entender la joven hebrea, conforme a la regla de interpretación recomendada por las encíclicas de León XIII y Benedicto XV, ese reino no puede ser en el cielo, sino en la tierra, porque el trono de David no estuvo en el cielo sino en Jerusalén.
Y cuando en el Apocalipsis el séptimo ángel, con su trompeta da un toque de atención para que el universo que ha presenciado la destrucción del Anticristo, escuche lo que acaba de suceder, las voces que se oyen no nos cuentan que Cristo, acaba de ser constituido en Rey del cielo, sino todo lo contrario, en Rey de la tierra. «El séptimo ángel sonó la trompeta y se sintieron voces grandes en el cielo, que decían: El reino de este mundo ha venido a ser reino de nuestro Señor y de su Cristo, y reinará por los siglos de siglos» ( Apoc. 11. 15).
Lo cual concuerda no sólo con la promesa del ángel, sino también, con lo profecía de Daniel, que después de pintar la muerte de la cuarta bestia, el Anticristo, declara que su reino, y su potestad son entregados inmediatamente al Hijo del hombre, a quién «todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán... y su reino es indestructible » {Dan., 7. 14).
Como el reino del Anticristo no fue en el cielo, sino en la tierra, se deduce que lo entregado al Hijo del hombre, no fue el reino de los cielos, sino el de este mundo: regnum hujus mundi. Y ese reino de la tierra se prolongará hasta los umbrales de la eternidad, donde penetrará como una rampa misteriosa o como la escala de Jacob, que se apoyaba en el suelo, pero ascendía hasta el trono del Altísimo, y por la subían y bajaban los ángeles. Y así se dice que será indestructible y por los siglos de los siglos. ¿Cómo se realizará esta fusión de cosas temporales con las cosas eternas? ¿Subsistirá siempre el reino de Dios en la tierra, a la manera de un paraíso preparatorio de la beatitud eterna? Lo ignoramos, pero podemos saludarlo con los radiantes versos del Pontífice poeta, S. S. León XIII, que al describir el reino de Dios lo imagina en la tierra:
Quiero ante vuestros ojos, descubrir el Futuro;
Los relámpagos surcan la nube;
El mundo despavorido se siente morir,
Bajo la angustia suspendida sobre él.
Los demonios del infierno sorprendidos y fulminados,
Son de repente vueltos al abismo
De inmenso dolor, del cual salieran
Para sembrar el crimen por todas partes.
Veo el retorno feliz de la fidelidad,
Que languidecía en el destierro.
De la antigua virtud vuelve a florecer la belleza,
Demasiado tiempo despreciada y marchita.
El olivo de la paz plantado de nuevo
Siembra las artes con generosidad,
Y brota del terreno fértil
La amable y fecunda riqueza.
No perdamos el sentido de las realidades; y recordemos con frecuencia aquel episodio que se cuenta en los Hechos de los Apóstoles. Jesús, que hacía cuarenta días, después de resucitado, vivía con sus discípulos, les dirige sus últimas palabras, luego asciende y se pierde de vista entre las nubes. Sus discípulos, mustios, se quedan con los ojos en alto, espiando los postreros fulgores de la divina presencia cuando se les aparecen dos varones con vestiduras blancas, y les dicen esto, que no carece de ironía: « ¡Hombres de Galilea! ¿Qué os estáis mirando al cielo? Este Jesús que de vuestra vista se ha subido vendrá de la misma manera que lo habéis visto subir allá» (Act, 1, 11). Que era como decirles: Bajad la vista y creed lo que Él os ha prometido, aunque sus promesas os parezcan demasiado sencillas y terrenales. Porque Él sabe lo que os conviene, mejor que vosotros mismos."
Hugo Wast (El sexto sello)
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