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martes, 26 de abril de 2022

Nuestra Señora del Buen Consejo de Genazzano

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26 de abril  

A poca distancia de Roma se encuentra la Basílica de Nuestra Señora del Buen Consejo, imagen que en el siglo XV se trasladó allí milagrosamente desde Scútari, Albania, huyendo de la invasión turca y en respuesta a una fervorosa oración de dos piadosos albaneses


La ciudad de Genazzano (60 km al sur de Roma), remonta al tiempo del Imperio romano. En ella los patricios y la corte imperial establecieron sus mansiones o “villas” junto a templos, anfiteatros, circos y termas, cuyas ruinas atestiguan hasta hoy su antiguo fausto. Este lugar era escenario de fiestas en honra de los dioses, algunas de las cuales eran mero pretexto para orgías paganas. Una de esas celebraciones se realizaba el día 25 de abril, en honor de la diosa Flora.

Después que Constantino el Grande diera libertad a la Iglesia, bajo el pontificado del Papa San Silvestre (336) desaparecieron en Genazzano todos los trazos de paganismo en las costumbres, y se edificó allí una primera iglesia dedicada a María Santísima, bajo la tierna invocación de Madre del Buen Consejo. Posteriormente los Agustinos levantaron en un extremo de la ciudad un modesto convento.

Con el paso de los siglos la importancia de ese primitivo templo fue decayendo, hasta que, ya bastante deteriorado, de su antigua preeminencia sólo le restaban el nombre, un bonito bajorrelieve en mármol representando a la Virgen Madre del Buen Consejo, y el privilegio de ser punto de afluencia de peregrinos que venían a pedir gracias, que María Santísima continuaba prodigándoles maternalmente.

A mediados del siglo XIV, se confió el cuidado del antiguo templo a la Orden de los Eremitas de San Agustín, a fin de asegurar la asistencia pastoral a los fieles y la conservación del venerable edificio. El trabajo de los frailes produjo una notable elevación moral y religiosa de toda la ciudad, y muchos fieles de ambos sexos ingresaron en la Orden Tercera de San Agustín.

No obstante, las dificultades financieras seguían impidiendo la tan urgente y ansiada reforma del templo de la Madre del Buen Consejo.

Un alma piadosa prepara el camino a esta nueva devoción

Pero esta gran Señora tenía prevista para esa dificultad extrema una solución providencial y maravillosa, que los hombres eran incapaces de imaginar. Ella quiso valerse de una simple terciaria agustina para realizar un prodigio único en la Historia de la Iglesia, que traería como consecuencia no sólo la restauración del templo, sino un nuevo e incomparable esplendor de aquel recinto sagrado.

Petruccia de Nocera, viuda desde 1436 y sin hijos, dedicaba la mayor parte de su tiempo a la oración y a ejecutar pequeños servicios en la iglesia de la Madonna del Buen Consejo. Le dolía ver el estado del templo, y rezaba con fervor para que pudiese ser restaurado. Por fin, decidió asumir ella misma la iniciativa. Con licencia de los frailes, entregó todo su patrimonio para el costeo de las obras de restauración y ordenó iniciarlas, contando con la ulterior ayuda de los fieles para llevarlas a buen término.

El plan había sido bien estudiado, se ampliarían todas las dimensiones de la vieja iglesia, reedificando su estructura. Pero a la mitad de las obras, Petruccia, que ya contaba 80 años de edad, constató que el monto que había ofrecido no alcanzaba para continuar los trabajos, y que nadie se había presentado para auxiliarla. Así, al momento de agotarse sus recursos las nuevas paredes se elevaban irónicamente a poco más de un metro del suelo... Entonces, algunos conocidos de la pobre terciaria comenzaron a enrostrarle la imprudencia que había cometido; otros se burlaban de ella, y hasta hubo quienes la reprendiesen severamente en público. A todos ella se contentaba en decirles: “No deis, hijos míos, tanta importancia a esta infelicidad aparente, pues os aseguro que antes de mi muerte la Santísima Virgen y nuestro Santo Padre Agustín terminarán la iglesia comenzada por mí”.

Nadie podía imaginar entonces hasta qué punto ese anuncio de Petruccia era profético.

La Santísima Virgen tomó posesión de la iglesia

La Santa Iglesia había cambiado el contenido del festejo realizado en Genazzano el 25 de abril. El pueblo que en tiempos de paganismo se reunía para entregarse al desenfreno, ya convertido pasó a festejar en la misma fecha al patrono de la ciudad, San Marcos. En la mañana de ese día, en la Iglesia de la Madre del Buen Consejo comenzaban las celebraciones con una Misa solemne, en presencia de las autoridades eclesiásticas y civiles e incontables fieles venidos de toda la región del Lacio. Había después una gran feria montada en la Plaza frente al templo, llena de pintorescas barracas de toda clase de productos, y se armaban estrados de diversiones para entretener sanamente al gentío durante el resto del día.

La imagen sale de Albania, seguida por Giorgio y De Sclavis

El 25 de abril del año 1467 era sábado. La fiesta en honor de la Madre del Buen Consejo transcurría normalmente, con gran concurso de pueblo. La incansable Petruccia iba de aquí para allá, siempre muy servicial en los oficios que le cabían, y respondiendo con paciencia a los que la interpelaban acerca de su “pretencioso” proyecto. Cuando de repente, a eso de las 4 de la tarde, se dejaron oír los acordes de una melodía agradabilísima, que parecía venir del Cielo. Todos se pusieron a escudriñar de dónde podían venir esos sones maravillosos. Entonces, por encima de los tejados y de las torres de las iglesias, en el cielo primaveral y poético del Lacio, se dejó ver una pequeña nube blanca que desprendía rayos luminosos y venía bajando al son de una melodía excepcionalmente bella. Poco a poco la nube de luz bajó hasta la misma iglesia de la Madre del Buen Consejo, donde quedó suspendida junto a la pared del fondo de la capilla inconclusa. Al mismo tiempo las campanas de la vieja torre se pusieron a repicar por sí mismas, seguidas de inmediato, en un unísono milagroso, por todos los campanarios de Genazzano. En pocos segundos la capilla quedó repleta de gente que, asombrada, acudía a admirar aquel fenómeno celestial. La nubecita se fue disipando y dejó ver un objeto bellísimo, una pintura que representa a Nuestra Señora trayendo tiernamente a su Divino Hijo en los brazos.

En el local de la aparición ya se oían vivas desbordantes de alegría a la madre de Dios, al lado de gritos: “¡Milagro! ¡Milagro!” Los que ya habían partido hacia sus ciudades volvían atrás rápidamente, pues el repique inesperado de campanas les había llamado la atención y de lejos habían podido ver la misteriosa nube luminosa que bajaba sobre Genazzano.

Muchas personas enfermas o probadas se sintieron inspiradas a pedir cura y consuelo a la imagen llegada milagrosamente, y de inmediato comenzaron a ser atendidas, como consta en documentos emitidos por las autoridades eclesiásticas locales.

Dios premió el acto de confianza


La noticia se esparció por el Lacio y después a toda Italia. Multitudes fervorosas comenzaron a acudir para venerar aquella imagen, milagrosamente suspendida en el aire. Comenzaron a llover las limosnas, como una respuesta providencial a la confianza inquebrantable de la buena Petruccia. Sus esperanzas se veían ahora realizadas. La Madonna del Paradiso, como fue llamada la imagen en el primer momento, logró así que las obras de la iglesia fuesen retomadas y en poco tiempo ésta adquiriera un aspecto majestuoso. Artistas y artesanos unieron sus talentos para construir un rico y solemne altar en la pared junto a la cual se mantenía suspenso el fresco maravilloso. Se fundieron veinte lámparas de plata que ardían en honor de la Virgen Santísima.

Para Petruccia, su misión estaba cumplida: ya podía decir, como el anciano Simeón, “Ahora puedes llevar a tu siervo”. Colmadas sus esperanzas por María, sólo le quedaba cerrar los ojos a esta vida para contemplar los de su dulcísima Abogada y Madre. Cuando falleció, los Agustinos depositaron sus restos en la iglesia, bien próximos de la sagrada imagen. Junto al altar fijaron una lápida recordando algunos trazos de su santa vida. Y desde entonces el pueblo la llamó “Beata”.

De Scutari a Genazzano


Pasado algún tiempo de la aparición, la Madonna del Paradiso quiso dar a conocer el origen del maravilloso fresco, relacionado con la penosa situación que vivía la Iglesia al otro lado del mar Adriático.

Entre los peregrinos llegados a Genazzano había dos personajes que provocaban extrañeza por sus ropas y por los trazos fisonómicos que los identificaban como extranjeros. Uno de ellos era aún joven, y el otro ya adulto. Venidos a Roma desde Albania a comienzos del año, contaron una singular historia a la cual inicialmente nadie quería dar crédito.

En enero de ese año de 1467 había muerto el último y gran monarca de los albaneses Jorge Castriota, más conocido como Scanderbeg. Él había dado altas pruebas de fidelidad heroica a la Iglesia en la lucha contra los turcos que amenazaban aplastar la pequeña nación cristiana. Desde su juventud había tomado parte en combates contra los musulmanes; en uno de ellos, en Croja, entonces capital de Albania, derrotó fragorosamente al propio sultán Amurat II. A lo largo de una serie de campañas victoriosas, en las cuales había derrotado numerosas hordas turcas que durante años hostilizaban a sus compatriotas, Scanderbeg ocupó varias fortalezas en toda Albania. Después, con su pequeño ejército de soldados montañeses bien adiestrados, quedó a la espera de nuevas embestidas turcas. Éstas no se hicieron esperar y un número incontable de infieles asoló nuevamente el territorio cristiano.

Lamentablemente el pueblo albanés sufría desde hacía tiempo la influencia del cisma bizantino, y oscilaba entre la adhesión y el rechazo a la Santa Sede. Así, a la muerte del fiel Scanderbeg Albania pagó las consecuencias de su prolongada inconstancia y tibieza. Los ejércitos turcos, viéndose libres del que llamaban “fulminante león de la guerra”, embistieron contra Albania y la ocuparon casi totalmente.

Solamente Scútari, una pequeña plaza al norte del país, aún no había sido conquistada, porque contaba con una guarnición veneciana que el mismo Scanderbeg había llamado poco antes de su muerte. Pero su caída era sólo cuestión de tiempo. Comenzó entonces el éxodo de los que no querían poner en riesgo su fe y tradiciones hacia países vecinos donde pudiesen mantener la fidelidad a la Santa Sede. Entre ellos estaban Giorgio y De Sclavis, los dos protagonistas de esta historia. Ellos también pensaban emigrar, pero algo los retenía todavía en Scútari.

Se trataba de una pequeña iglesia donde se veneraba una imagen de Nuestra Señora, misteriosamente descendida del cielo hacía doscientos años. Se decía que había venido del Oriente, y por las gracias que concedía, su santuario se había hecho el principal centro de peregrinación de Albania. El propio príncipe Scanderbeg lo había visitado varias veces con sus soldados victoriosos.

Jorge Castriota, Scanderbeg

Pero la devoción a la imagen venía menguando junto con la adhesión a Roma. Sin esto no se comprende la catástrofe albanesa. Según la expresiva lamentación de un cronista de la época, “los jóvenes y las muchachas ya no tomaban gusto en florecer el altar de María en Scútari”, y el santuario parecía ahora destinado a una inevitable destrucción.

Ésta era la gran aflicción de Giorgio y De Sclavis: dejar la patria en el infortunio, abandonando con ella aquel don celestial, el gran tesoro de Albania. Con lágrimas fueron un día al viejo templo para rogar a aquella santa Madre, en su dolorosa perplejidad, que Ella les diese el buen consejo que necesitaban. Pues les parecía que debían preservarla de la furia mahometana, pero al mismo tiempo buscar en el exilio la seguridad para sus propias almas.

Esa misma noche la Santísima Virgen les hizo saber, en sueños, lo que esperaba de ellos. Les mandó que preparasen todo lo necesario para dejar aquel país ingrato, al que nunca más verían. Agregó que el milagroso fresco iba a retirarse de Scútari para escapar a la profanación, y que iría a otro país para continuar allí derramando sus gracias. Por fin, les ordenó que siguiesen a la imagen adonde ésta fuese.

Caminaban sobre las olas como lo hiciera el Divino Maestro


A la mañana siguiente los dos amigos ya estaban listos y fueron al santuario. Aún sin saber el rumbo que los hechos tomarían, se arrodillaron ante la bienamada pintura. De repente vieron, con indescriptible emoción, que ésta comenzaba a desprenderse de la pared donde se había apoyado desde su misteriosa venida de Oriente, y habiendo dejado su nicho, quedó un momento suspendida en el aire, hasta ser envuelta por una nube blanca. Sin embargo continuaba visible para ellos a través de esta nube. Después, saliendo del templo la imagen comenzó a apartarse de Scútari, desplazándose por los aires a buena altura del suelo.

Fue avanzando hacia el Mar Adriático, a una velocidad que permitía a los dos amigos seguirla. Así anduvieron cerca de 40 km. hasta llegar a la costa. Sin detener su curso, la imagen abandonó la tierra y avanzó sobre el mar, llevando detrás suyo a los fieles Giorgio y De Sclavis, que ahora caminaban sobre las olas como lo hiciera su Divino Maestro en el lago de Genezaret.

A la noche, la nube misteriosa que de día los preservaba de los ardores del sol con su sombra benéfica, los guiaba con su luz. Así llegaron a las costas de Italia, y continuaron siguiendo la nube atravesando montañas, ríos y valles, hasta que días después avistaron las torres y las cúpulas de Roma. Pero, llegados a las puertas de la ciudad, de repente la nube desapareció...

Entonces Giorgio y De Sclavis comenzaron a deambular por la ciudad, afligidos, preguntando de iglesia en iglesia y en las calles, si allí había posado una imagen venida del Cielo. Pero no obtenían ninguna información que los pudiese reconfortar.

Éste es el extraño relato que aquellos singulares personajes insistían en hacer, despertando desconfianza y la sospecha de que estuviesen delirando...

Nunca más los dos albaneses perdieron de vista la Imagen


Fue entonces que corrió por toda Roma la asombrosa noticia de que una imagen de Nuestra Señora había aparecido en los cielos de Genazzano, en las circunstancias ya descritas. Para Giorgio y De Sclavis se encendió una luz de esperanza, y hacia allí fueron, ansiosos por saber si sería la misma Santa Madre de Scútari.

¡Cuál no fue su alegría cuando, llegados al local donde reposaba ahora la pintura milagrosa, constataron que era exactamente la misma imagen! Postrados en señal de profunda veneración e intenso afecto, alabaron y agradecieron a la Virgen el inmenso favor que les había concedido.

En poco tiempo se comprobó que la extraordinaria historia de los dos albaneses era absolutamente cierta. Los dos peregrinos fijaron su residencia definitiva en la ciudad y nunca más se apartaron de su Señora. Allí se casaron, colocando sus vidas y su descendencia bajo la protección de la Madre del Buen Consejo.

Fue así que María Santísima, con la humilde participación de una piadosa terciaria agustina y dos fieles albaneses, trasladó su maravillosa efigie de la infeliz Albania a una pequeña ciudad próxima al centro de la Cristiandad. Y desde su nuevo santuario derrama sobre el mundo un nuevo caudal de gracias, bajo la invocación de Madre del Buen Consejo.     



* Tomado de Catolicismo, nº 208-209, abril-mayo de 1968, São Paulo. (ici)

martes, 7 de diciembre de 2021

En la mañana del 8 de diciembre de 1854

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Extractos de «Pío IX», de Roberto de Mattei *

          Antecedentes: El 2 de febrero de 1849, el Pontífice (Pío IX) —que el 1º de julio del año anterior había nombrado una comisión de teólogos para examinar la posibilidad y la oportunidad de la definición— dirigía a todos los obispos del mundo la encíclica Ubi primum nullis, a fin de pedir el parecer de todo el episcopado católico sobre el mérito de la definición.
          Las respuestas favorables de los obispos a la encíclica fueron 546 —de un total de 603— es decir, más del 90%. Confortado, así, por el apoyo del episcopado, además de los pareceres emitidos por una congregación cardenalicia y una comisión teológica, expresamente constituidas para ese fin, y de la Compilación redactada por otra comisión, dirigida por el cardenal Raffaele Fornari, con argumentos para servir al redactor de la Bula dogmática, Pío IX anunció, finalmente, el 1º de diciembre de 1854, al Sagrado Colegio reunido en consistorio secreto, la inminente proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, prevista para el día 8 del mismo mes.
          La Bula Ineffabilis Deus fue, así, el resultado de nueve esquemas sucesivamente elaborados, a través de la consulta hecha a diversas comisiones encargadas del trabajo de preparación. 
          Viernes, 8 de diciembre de 1854. Desde las seis de la mañana, las puertas de San Pedro estuvieron abiertas y, a las ocho, la inmensa basílica ya estaba repleta de pueblo. En la capilla Sixtina, donde estaban reunidos 53 cardenales, 43 arzobispos y 99 obispos, llegados de todo el mundo, tuvo inicio una gran procesión litúrgica que se dirigió hacia el altar de la Confesión, en la basílica del Vaticano, donde Pío IX celebró la Misa solemne.
          Al terminar el canto del Evangelio en griego y latín, el cardenal Macchi, decano del Sacro Colegio, asistido por el miembro de mayor edad del episcopado latino, por un arzobispo griego y uno armenio, vino a postrarse a los pies del Pontífice a implorarle, en latín y con voz sorprendentemente enérgica para sus 85 años, el decreto que habría de ocasionar alegría en el Cielo y el mayor entusiasmo en toda la Tierra. Después de entonar el Veni Creator, el Papa se sentó en el trono y, portando la tiara sobre la cabeza, leyó con tono grave y voz fuerte la solemne definición dogmática.
          Desde el momento en que el cardenal decano hizo la súplica para la promulgación del dogma hasta el Te Deum, que fue cantado después de la Misa, a la señal dada por un tiro de cañón desde el Castillo de Sant’Angelo —durante una hora, de las once al mediodía— todas las campanas de las iglesias de Roma tocaron festivamente para celebrar aquel día que, como escribe Mons. Campana, “será hasta el fin de los siglos recordado como uno de los más gloriosos de la historia. [...] La importancia de este acto no puede pasar inadvertida por nadie. Fue la solemne afirmación de la vitalidad de la Iglesia, en el momento en que la impiedad desenfrenada se vanagloriaba de haberla casi destruido”.1

          Todos los presentes afirman que, en el momento de la proclamación del dogma, el rostro de Pío IX, bañado en lágrimas, fue iluminado por un haz de luz que bajó de lo alto.2 Mons. Piolanti, que estudió los testimonios dejados por los fieles que presenciaron el hecho, afirma, a la luz de su amplia experiencia en la basílica del Vaticano, que en ningún periodo del año, mucho menos en diciembre, es posible que un rayo de sol entre por una de las ventanas para iluminar cualquier punto del ábside donde se encontraba Pío IX,3 y concuerda con la descripción hecha por la madre Julia Filippani, de las Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús, presente en San Pedro con su familia en el momento de la definición, según la cual no era posible explicar naturalmente el extraordinario fulgor que iluminó el rostro de Pío IX y todo el ábside: “Aquella luz —declara ella— fue atribuida por todos a una causa sobrenatural”.4

          La definición del dogma de la Inmaculada Concepción suscitó un extraordinario entusiasmo en el mundo católico y reveló la vitalidad de la fe católica, en un siglo agredido por el racionalismo y por el naturalismo. “Después de la definición del Concilio de Éfeso sobre la divina maternidad de María —escribe aún el teólogo Campana— la historia no puede registrar otro hecho que haya suscitado tan vivo entusiasmo por la Reina del Cielo como la definición de su total exención de culpa”.5

          Entre los numerosísimos recuerdos de la solemne definición que permanecieron hasta nuestros días, se conserva aún la columna de la Inmaculada, en la Plaza de España, en Roma, erguida el 18 de diciembre de 1856 y bendecida por Pío IX el 8 de septiembre de 1857.
          El primer gran acto del Pontificado de Pío IX —la definición del dogma de la Inmaculada— es mucho más que la pública expresión de aquella profunda devoción a la Santísima Virgen, que desde la infancia había caracterizado la espiritualidad de Giovanni María Mastai Ferretti. Manifiesta su profunda convicción en la existencia de una relación entre la Madre de Dios y los acontecimientos históricos, y, de modo particular, de la importancia del privilegio de su Inmaculada Concepción, como antídoto para los errores contemporáneos, cuyo punto de apoyo está precisamente en la negación del pecado original.
          El fundamento de este privilegio mariano está en la absoluta oposición existente entre Dios y el pecado. Al hombre concebido en pecado se contrapone María, concebida sin pecado. Y a María, en cuanto Inmaculada, le fue reservado vencer al mal, los errores y las herejías que nacen y se desarrollan en el mundo a consecuencia del pecado. De María la Iglesia canta la alabanza: Cun ctas haereses sola interemisti in universo mundo.6

          El privilegio de la Inmaculada debe ser considerado, pues, no de manera abstracta y estática, sino en su proyección histórica y social. La Inmaculada no es, en verdad, una figura aislada de las otras naturalezas humanas que fueron, que son y que serán: “Toda la historia humana es iluminada y ennoblecida por esta excelsa criatura, la única que, en perfección, es inferior solamente a Dios”.7
          En el cuadro teológico de la Ineffabilis Deus, la Santísima Virgen se nos presenta, pues, como la vencedora gloriosa de las herejías de la cual hablan todos los Pontífices. Y es a la oposición entre la Virgen toda bella e Inmaculada y la crudelísima serpiente, que nos remite, como a sus primeros y fundamentales agentes, el antagonismo radical entre la Iglesia y aquella Revolución de los tiempos modernos, que tiene sus gérmenes más activos y profundos en el desorden de las pasiones, fruto del pecado del hombre decaído.8
          La Revolución —organización social del pecado— está destinada a ser vencida por la gracia, don divino concedido a los hombres en la Cruz por Nuestro Señor Jesucristo. La Virgen Dolorosa, Regina Martyrum, fue asociada a esta obra redentora, a los pies de la Cruz, por haber sufrido sobre el Calvario, en unión con su Hijo, el mayor de los martirios. Es en la Cruz que se funda la mediación universal y omnipotente de María, verdad que constituye la mayor razón de esperanza para todos aquellos que combaten la Revolución. Si la serpiente, cuya cabeza fue aplastada por la Virgen Inmaculada, es la primera revolucionaria, María, dispensadora y tesorera de todas las gracias, es, en verdad, el canal a través del cual los católicos alcanzarán las gracias sobrenaturales necesarias para combatir y aplastar a la Revolución en el mundo.
          La lucha entre la serpiente y la Virgen, entre los hijos de la Revolución y los hijos de la Iglesia, se delinea, pues, como la lucha total e irreconciliable entre dos “familias espirituales”, como lo había profetizado en el siglo XVIII San Luis María Grignion de Montfort, el santo al cual se debe la lectura tal vez más inspirada y luminosa del pasaje del Génesis que constituye el punto de apoyo de la Ineffabilis Deus: “Pondré enemistades entre ti y la Mujer; y entre tu raza y la descendencia suya, Ella quebrantará tu cabeza, y tú andarás asechando a su calcañar” (Gen. 3, 15).
          “Dios —comenta San Luis María— no puso solamente una enemistad, sino enemistades, y no solamente entre María y el demonio, sino también entre la posteridad de la Santísima Virgen y la posteridad del demonio. En otras palabras, Dios puso enemistades, antipatías y odios secretos entre los verdaderos hijos y siervos de la Virgen María y los hijos y esclavos del demonio. ¡No hay entre ellos la menor sombra de amor, ni correspondencia íntima existe entre unos y otros!” 9 La oposición entre estas dos familias espirituales está destinada a dividir implacablemente la humanidad, hasta el fin de la historia. Sobre este fondo de cuadro se sitúa la lucha entre la Iglesia y la Revolución. 

Notas.-

(*) Roberto de Mattei, Pío IX, Librería Editora Civilización, Oporto, pp. 191-213.
1. Emilio Campana, María nel dogma cattolico, Marietti, Turín-Roma, 1936, pp. 598-599.
2. Positio, pp. 24, 129, 503, 1004, etc.
3. Mons. Antonio Piolanti, L´Immacolata Stella del Pontificato di Pío IX, in revista “Pío IX”, nº1 Enero-Abril, 1988), p. 42.
4. Positio, p. 129.
5. E. Campana, op. cit. p. 600.
6. Comm. Fest. B. M. V. ad Matut., ant. 7.
7. Luigi Bogliolo, Pío IX y l´Immacolata, en la revista “Pío IX” nº 3, (Setiembre-Diciembre, 1982), p. 326.
8. Cf. Plinio Corrêa de Oliveira, Revolución y Contra-Revolución, Buenos Aires, 1999.
9. San Luis María Grignion de Montfort, Trattato della vera devozione a María, Centro Mariano Monfortiano, Roma, 1976, p. 53.

domingo, 15 de agosto de 2021

María Asunta al Cielo. Y un contraste.

 De las actas del Papa Pío XII. 

"La Iglesia universal ha manifestado en todos los tiempos y a lo largo de los siglos la fe en la Asunción corporal de la Santísima Virgen María; y dado que los Obispos de todo el mundo han llegado a un acuerdo casi unánime de esta verdad, consagrada en la Sagrada Escritura y profundamente enraizada en las almas de los fieles de Cristo, y que también está realmente concorde con otras verdades reveladas, debe definirse como un dogma de fe divina y católica, el Papa Pío XII, accediendo a las peticiones de toda la Iglesia, decretó que este privilegio de la Santísima Virgen María sea proclamado solemnemente, y así, el primer día de noviembre del año del Gran Jubileo, 1950, en Roma, en la plaza abierta ante la Basílica de San Pedro, rodeado por una multitud de muchos Cardenales y Obispos de la Santa Iglesia Romana que habían venido de todas partes, y ante una gran multitud de fieles, con todo el mundo católico regocijándose, proclamaron con declaración infalible la Asunción corporal de la Bienaventurada Virgen María al cielo: Por lo tanto, habiendo ofrecido a Dios continuas oraciones de súplica, y habiendo invocado la luz del Espíritu de la Verdad, para la gloria del Dios Todopoderoso que ha enriquecido a la Virgen María con su favor especial; en honor a su Hijo, el Rey inmortal de siglos y vencedor del pecado y la muerte; para el aumento de la gloria de la misma augusta Madre, y para la alegría y el júbilo de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y por nuestra propia autoridad, pronunciamos, declaramos y lo definimos como un dogma revelado divinamente que: La Madre Inmaculada de Dios, María siempre Virgen, fue, al final de su vida terrenal, asunta en cuerpo y alma en la gloria celestial".

(Del Breviario Romano) 

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Comentario SIM: Contrástese a quienes definían gozosos prerrogativas a la Madre de Dios con quienes se jactan de sacarle títulos, como el de Corredentora. Pío XII hablaba como Papa, se vestía como Papa, enseñaba como Papa... ¡dichosa época en que era obvio decir que se trataba de todo un Papa! Sobre todo en estos tiempos, Santa María Asunta a los Cielos, ora pro nobis!

domingo, 16 de mayo de 2021

Oración a María Inmaculada, Reina de Palestina

Oración a María Inmaculada, Reina de Palestina:

Oh María Inmaculada, reina del cielo y de la tierra, aquí estamos postrados a tu excelso trono, llenos de confianza en tu bondad y en tu poder. Nosotros te suplicamos que mires sobre Palestina, que más que cualquier otra región te pertenece, imperio que tú agraciaste con tu nacimiento, con tus virtudes, con tus dolores, y en ella diste al mundo el Redentor. Recuerda que aquí precisamente tú fuiste constituida tierna Madre nuestra y dispensadora de las gracias; vela, pues, con especial protección a tu Patria Terrenal, disipa de ella las tinieblas del error porque allí brilló el Sol de la Justicia eterna, y haz que pronto se cumpla la promesa salida del labio de tu divino Hijo, de formar un solo redil bajo un solo pastor. Consigue además a todos nosotros servir al Señor en la santidad y en la justicia todos los días de nuestra vida, para que por los méritos de Jesús y con tu maternal ayuda, podamos al fin pasar de esta Jerusalén terrenal a los esplendores de la celestial. Que así sea.

Oración compuesta en 1920 por Mons. Luigi Barlassina, Patriarca de Jerusalén de los Latinos, con motivo de la consagración de la Diócesis de Jerusalén a la Santa Virgen. En 1933, el título de ′′Reina de Palestina′′ fue reconocido oficialmente por la Sagrada Congregación de Ritos.

Foto: El santuario de Deir Rafat edificado en 1927 por Mons. Barlassina en honor a la Reina de Palestina.


Visto en FB de Don Ugo Carandino

sábado, 15 de mayo de 2021

SAN SIMÓN STOCK

MENSAJERO DE NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN

  "Hoc erit tibi et cunctis Carmelitis privilegium, 

in hoc habitu moriens salvabitur" 

(Este será el privilegio para ti y para todos los carmelitas, 

que todo el que muera con este hábito, se salvará)

BIOGRAFÍA

El 16 de Mayo recordamos a San Simón Stock, un monje inglés que vio a Nuestra Señora bajo la advocación de Reina del Monte Carmelo y recibió de manos de Ella el Escapulario carmelita. San Simón Stock es, con San Elías profeta, uno de los enviados de María Santísima en la orden carmelita.

Nació en Inglaterra. Desde mediados del siglo XIV las fuentes le aplican el sobrenombre “Stock”, con el cual relacionan el singular género de vida que habría observado antes de entrar en el Carmelo. Dice así la redacción larga del Santoral: “Antes de la llegada de los carmelitas a Inglaterra los esperó con espíritu profético, llevando vida solitaria en el tronco de un árbol: de ahí el nombre de Simón Stock con que es llamado”. Esta sobria noticia supone todo un poema de ascetismo, que los biógrafos posteriores intentaron poner de relieve con piadosas amplificaciones.

Pero hay un documento que nos invita más bien a contar a San Simón entre los cruzados y peregrinos que por aquellos tiempos tomaron el hábito en el mismo Carmelo, atraídos por la vida de oración que llevaban los solitarios del santo monte, “como abejas del Señor en las colmenas de sus celdas fabricando miel de dulzura espiritual”, según hermosa frase de Jaime de Vitry († 1240). En efecto, el dominico Gerardo de Fracheto, contemporáneo de nuestro Santo, después de contar una aparición del Beato Jordano de Sajonia a un religioso carmelita, acaecida en 1237, nota: “Esto lo contaron a nuestros religiosos el mismo que tuvo la visión y el prior de la misma Orden, el hermano Simón, varón pío y veraz”. Con esta noticia concordaría el Viridarium de Juan Grossi, que extiende el generalato de San Simón del 1200 al 1250. Por ahora no estamos en grado ni de escoger entre las dos versiones ni de concordarlas razonablemente.


Con el agravarse de la situación de los cristianos en Palestina después de la tregua pactada por Federico II con el sultán de Egipto (1229), los ermitaños carmelitas se encontraron frente al urgente dilema de, o bien exponerse a la extinción en una tierra que iba quedando a merced de los mahometanos, o bien probar la aventura de un traslado a Europa. Algunos, los más “perfectos” (dice Grossi), tenían miedo a tal aventura por el peligro que encerraba de una alteración del propio espíritu; pero graves razones aducidas hicieron prevalecer la opinión contraria, que fue reforzada con una aparición de la Santísima Virgen (Guillermo de Sanvico). Así en 1238 empezó con carácter sistemático la emigración de numerosos carmelitas a los diversos países de Europa.

A Inglaterra se dirigieron dos expediciones, patrocinadas, respectivamente, por los barones Guillermo Vescy y Ricardo Grey y presididas por los venerables religiosos Radulfo Fresburri, e Ivo el Bretón, dando como primer resultado el establecimiento de dos conventos eremíticos, el primero en Hulne, cerca de Alnwic, y el segundo en Aylesford, en el condado de Kent. Esto sucedía entre 1241 y 1242. Fue entonces (según la primera versión antes mencionada) cuando Simón Stock, aureolado ya con la fama de eximia santidad, “dejó la vida solitaria y entró con gran devoción en la Orden de los carmelitas, que desde hacía mucho tiempo esperaba ilustrado por divina inspiración”.

Ahora iba a ofrecerse a nuestro Santo un campo muy vasto en donde manifestar los dones recibidos de Dios. En 1245 se celebraba, precisamente en Aylesford, un Capítulo general, el primero reunido en Europa, y en él Simón Stock era llamado “milagrosamente” al oficio de prior general, oficio que sólo entonces adquiría pleno sentido, pues antes el prior del monte Carmelo era la suprema autoridad.


La Orden sufría en toda su gravedad las consecuencias del traslado a Europa. En el nuevo ambiente no encontraba la amorosa acogida que seguramente habían esperado y que tan necesaria era para empezar a echar raíces. Por otra parte, la experiencia demostraba que no era fácil conservar el tenor de vida contemplado en la Regla de San Alberto y con ardiente amor abrazado por los venerables moradores del Carmelo. Simón Stock afrontó heroicamente ambas dificultades. Respecto a la primera, se esforzó por acrecentar la estima hacia la Orden con repetidos recursos al Papa Inocencio IV y también a los próceres seculares. De hecho desde 1247,a 1252 consiguió del Papa Inocencio IV tres preciosas cartas de recomendación que debieron contribuir no poco a la consolidación de la Orden, y en diciembre de 1252 otra del rey de Inglaterra Enrique III. En orden a la segunda dificultad impetró del mismo Inocencio IV una audaz reforma de la Regla que permitiera vivir a los carmelitas en las ciudades y participar en el servicio de las almas. Pero esta reforma suscitó en el seno de la Orden un hondo descontento que venía a agravar todavía más la situación tan comprometida por la hostilidad exterior. De este descontento tenemos la prueba en una amarga requisitoria que compuso el sucesor de nuestro Santo, Nicolás el Francés, y en las frecuentes deserciones de religiosos, que buscaban en otras Ordenes mayor garantía de salvación. En este momento histórico tuvo lugar el episodio culminante de la vida de San Simón Stock, la visión del santo escapulario, testificada por el antiguo Santoral y parcialmente corroborada por la Crónica de Guillermo de Sanvico. La relación más antigua está concebida en estos términos:

“San Simón… suplicaba constantemente a la gloriosísima Madre de Dios que diera alguna muestra de su protección a la Orden de los carmelitas, pues goza en grado singular del titulo de la misma Virgen, diciendo con toda devoción: Flor del Carmelo, vid florida, esplendor del cielo, Virgen fecunda y singular; oh Madre dulce, de varón no conocida, a los carmelitas da privilegios, estrella del mar. Se le apareció la bienaventurada Virgen, acompañada de una multitud de ángeles, llevando en sus benditas manos el escapulario de la Orden y diciendo estas palabras: “Este será el privilegio para ti y para todos los carmelitas, que quien muriere con él no padecerá el fuego eterno, es decir, el que con él muriere se salvará”.

Tal fue la gran promesa, que originariamente era una exhortación a la perseverancia dirigida a los descorazonados carmelitas, pero pronto fue acogida entoda la Iglesia como una de las manifestaciones supremas de la maternidad universal de María. Lo restante de la vida de San Simón se confunde con la historia de la Orden del Carmen, historia de fundaciones y de gracias pontificias, índice de la casi definitiva consolidación en Europa, la grande obra que Dios le reservara.

Después de veinte años de buen gobierno (según un códice de Bamberga muy autorizado), por tanto, en 1265, murió en el convento de Burdeos el día 16 de mayo (o de marzo según algunos códices).


La fama de santidad que le había acompañado en vida se acrecentó después de la muerte. En los documentos su nombre nunca aparece sin el dictado de santo, y repetidamente se recuerda el don de hacer milagros. Su culto desde antiguo fue muy ferviente en Burdeos, donde se veneraban y se veneran aún sus reliquias. Una circunstancia providencial impidió que fuesen profanadas en tiempo de la Revolución Francesa. Su veneranda cabeza fue solemnemente trasladada el año 1951 al convento de Aylesford, recientemente recuperado, y allí es hoy meta de frecuentes peregrinaciones.


NB: Hoy 16 de mayo durante todo el día se puede lucrar indulgencia plenaria besando con devoción el santo escapulario. 

Pentecostés, Elías y Eliseo, y la Virgen del Carmen

Repost

 Gaude, María Virgo: cunctas hǽreses sola interemísti in universo mundo.

Alégrate, Virgen María; Tú sola has destruido todas las herejías en todo el universo.

En el santo día de Pentecostés, oyendo a los Apóstoles hablar por inspiración divina varias lenguas, y viéndoles realizar muchos milagros a la invocación del excelso nombre de Jesús, algunos hombres que habían seguido los vestigios de los santos Profetas Elías y Eliseo, y preparados por la predicación de Juan Bautista al advenimiento de Cristo, comprobaron, según se refiere, que se hallaban en presencia de la verdad, y abrazaron la fe del Evangelio. Llevados por singular amor a la bienaventurada Virgen María, de cuya conversación y familiaridad habían podido disfrutar, comenzaron a honrarla con veneración. Fueron los primeros cristianos que edificaron un santuario en honor de la Virgen purísima, en el monte Carmelo, donde Elías había visto levantarse una nube, figura de la Virgen.


Varias veces al día en el nuevo oratorio, y con piadosas ceremonias, oraciones y alabanzas, tributaban culto a la Santísima Virgen, como insigne protectora de su Orden. Desde entonces se les llamó en todas partes Hermanos de Santa María del Monte Carmelo. Los papas ratificaron esta denominación, y concedieron indulgencias especiales a cuantos designaran con este título a la Orden en general y a los Hermanos en particular. La Virgen santísima además de su nombre y protección, les concedió el distintivo de un santo escapulario, que Ella misma entregó al beato Simón, para distinguir esta santa Orden de todas las demás y librarla de contratiempos en lo futuro. Siendo desconocida en Europa, dirigiéronse muchas instancias a Honorio III para que la suprimiera. Entonces la bondadosa Virgen María, se apareció en sueños a aquel Papa, y le mandó que tratase benignamente a la Orden y a sus miembros.


No sólo quiso la Virgen Santísima colmar en este mundo de prerrogativas a una Orden que tanto ama. Una pía creencia afirma que también en el otro mundo (pues su poder y su misericordia se extienden a todas partes) alivia, por una dignación de su amor maternal, a sus hijos que están sufriendo el fuego del Purgatorio, y conduce sin tardanza a la patria celestial a los que, habiendo sido cofrades del santo Escapulario, hayan practicado abstinencias, rezado algunas oraciones prescritas, y observado castidad según su estado. Colmada de tantos favores, esta Orden instituyó una solemne Conmemoración de la bienaventurada Virgen María, para celebrarla todos los años en honor de esta gloriosa Virgen.
(Breviario Romano - II Noct.)

"Zelo zelatus sum pro Domino Deo exercituum" (Ardo de celo por el Señor Dios de los ejércitos [1 Re 19,10] Lema carmelita)

martes, 11 de mayo de 2021

Devoción al Rosario de la Reina Blanca de Castilla

 Por san Luis María Grignion de Montfort.

La santa Blanca de Castilla, reina de Francia, estaba profundamente afligida porque 12 años después de su matrimonio todavía no tenía hijos.

Blanca de Castilla con su hijo San Luis IX

Cuando Santo Domingo fue a verla, le aconsejó que rezara el Rosario todos los días para pedirle a Dios la gracia de la maternidad, y ella siguió fielmente su consejo.

En el año 1213 dio a luz a su hijo mayor, que se llamaba Felipe. Pero cuando el niño murió en la infancia, la Reina buscó la ayuda de Nuestra Señora más que nunca.

Ella continuó rezando el Rosario e hizo que se repartieran una gran cantidad de Rosarios a todos los miembros de la corte y a la gente en varios pueblos del Reino, pidiéndoles que rezaran a Dios por una bendición que esta vez sería completa.

Esto le fue concedido, porque en 1215 nació San Luis, el Príncipe que se convertiría en la gloria de Francia y el modelo de los reyes cristianos.

El Secreto del Rosario, Rosa 38º

sábado, 8 de mayo de 2021

A Nuestra Señora del Rosario de Pompeya

 Repost.

Súplica a la Virgen de Pompeya recitada solemnemente a las 12 del mediodía del 8 de mayo y el primer domingo de octubre



Se ganan indulgencias

SÚPLICA A LA VIRGEN DE POMPEYA   

(Especialmente para rezar el 8 de mayo y el 1er Domingo de Octubre)


En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.   

I
¡Oh augusta Reina de las Victorias, oh Virgen soberana del Paraíso!, cuyo nombre poderoso alegra los cielos y hace temblar de terror a los abismos. ¡Oh gloriosa Reina del Santísimo Rosario!, nosotros, los venturosos hijos vuestros, postrados a vuestras plantas -en este día sumamente solemne de la fiesta de vuestros triunfos sobre la tierra de los ídolos y de los demonios-, derramamos entre lágrimas los afectos de nuestro corazón, y con la confianza de hijos os manifestamos nuestras necesidades.

Desde ese trono de clemencia donde os sentáis como Reina, volved, ¡oh María!, vuestros ojos misericordiosos a nosotros; a nuestras familias, a nuestra nación, a la Iglesia Católica, al mundo todo, y apiadaos de las penas y amarguras que nos afligen. Mirad, ¡oh Madre!, cuántos peligros para el alma y cuerpo nos rodean; cuántas calamidades y aflicciones nos agobian. Detened el brazo de la justicia de vuestro Hijo ofendido, y con vuestra bondad subyugad el corazón de los pecadores, pues ellos son nuestros hermanos e hijos vuestros, que al dulce Jesús costaron sangre divina y a vuestro sensibilísimo Corazón indecibles dolores. Mostraos hoy para con todos Reina verdadera de paz y de perdón.

Dios te salve, Reina y Madre...

II
En verdad, en verdad, Señora, nosotros, aunque hijos vuestros, con las culpas cometidas hemos vuelto a crucificar en nuestro pecho a Jesús y traspasar vuestro tiernísimo Corazón. Si, lo confesamos, somos merecedores de los más grandes castigos; pero tened presente, oh Madre, que en la cumbre del Calvario recibisteis las últimas gotas de aquella sangre divina y el postrer testamento del Redentor moribundo; y que aquel testamento de un Dios, sellado con su propia sangre, os constituía en Madre nuestra, Madre de los pecadores. Vos, pues, como Madre nuestra, sois nuestra Abogada y nuestra Esperanza. Y por eso nosotros, llenos de confianza, entre gemidos, levantamos hacia Vos nuestras manos suplicantes y clamamos a grandes voces: ¡Misericordia, oh María, misericordia!

Tened, pues, piedad, ¡oh Madre bondadosa!, de nosotros, de nuestras familias, de nuestros parientes; de nuestros amigos, de nuestros difuntos, y, sobre todo, de nuestros enemigos y de tantos que se llaman cristianos y, sin embargo, desgarran el amable Corazón de vuestro Hijo. Piedad también, Señora, piedad, imploramos para las naciones extraviadas, para nuestra querida patria y para el mundo entero, a fin de que se convierta y vuelva arrepentido a vuestro maternal regazo. ¡Misericordia para todos, oh Madre de las misericordias!

Dios te salve, Reina y Madre...

III
¿Qué os cuesta, oh María, escucharnos, qué os cuesta salvarnos? ¿Acaso vuestro Hijo divino no puso en vuestras manos los tesoros todos de sus gracias y misericordias? Vos estáis sentada a su lado con corona de Reina, rodeada de gloria inmortal sobre todos los coros de los Angeles. Vuestro dominio es inmenso en los cielos, y la tierra con todas las criaturas os está sometida. Vuestro poder, ¡oh María!, llega hasta los abismos, puesto que Vos, ciertamente, podéis librarnos de las asechanzas del enemigo infernal. Vos, pues, que sois todopoderosa por gracia, podéis salvarnos; y si Vos no queréis socorrernos por ser hijos ingratos e indignos de vuestra protección, decidnos, a lo menos, a quién debemos acudir para vernos libres de tantos males. ¡Ah!, no: vuestro Corazón de Madre no permitirá que se pierdan vuestros hijos. Ese divino Niño, que descansa sobre vuestras rodillas, y el místico Rosario que lleváis en la mano nos infunden la confianza de ser escuchados, y con tal confianza nos postramos a vuestros pies, nos arrojamos como hijos débiles en los brazos de la más tierna de las madres, y ahora mismo, sí, ahora mismo, esperamos recibir las gracias que pedimos.

Dios te salve, Reina y Madre...


PIDAMOS A MARÍA SU SANTA BENDICIÓN

Otra gracia más os pedimos, ¡oh poderosa Reina!, que no podéis negarnos en este día de tanta solemnidad. Concedednos a todos, además de un amor constante hacia Vos, vuestra maternal bendición. No, no nos retiraremos de vuestras plantas hasta que nos hayáis bendecido. Bendecid, ¡oh María!, en este instante al Sumo Pontífice. A los antiguos laureles e Innumerables triunfos alcanzados con vuestro Rosario, y que os han merecido el título de Reina de las Victorias, agregad este otro: el triunfo de la Religión y la paz de la trabajada humanidad. Bendecid también a nuestro Prelado, a los Sacerdotes y a todos los que celan el honor de vuestro Santuario. Bendecid a los asociados al Rosario Perpetuo y a todos los que practican y promueven la devoción de vuestro Santo Rosario.

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 La difusión de esta advocación se debe al beato Bartolo Longo (1841-1926) quién, tras una juventud marcada por el anticlericalismo de la época (él llegó a ser "sacerdote" satanista), en octubre de 1872 tuvo una experiencia religiosa extraordinaria nada mas llegar a Pompeya. Durante un paseo solitario por los alrededores, recordó las palabras de su confesor "Si quieres salvarte, propaga el Rosario. Es promesa de María". Trasportado interiormente respondió a María: "Si es verdad que tu has prometido a Santo Domingo que quién propaga el rosario se salva, yo me salvaré, porque no saldré de esta tierra de Pompeya sin haber propagado aquí tu Rosario". La respuesta llegó con el sonido de una campana lejana llamando al Angelus. Profundamente emocionado, Bartolo se arrodilló, oró y lloró. En la página oficial del Santuario de Pompeya se puede leer en español una extensa biografía de Bartolo Longo .


lunes, 26 de abril de 2021

Nuestra Señora del Buen Consejo de Genazzano

26 de abril  

A poca distancia de Roma se encuentra la Basílica de Nuestra Señora del Buen Consejo, imagen que en el siglo XV se trasladó allí milagrosamente desde Scútari, Albania, huyendo de la invasión turca y en respuesta a una fervorosa oración de dos piadosos albaneses


La ciudad de Genazzano (60 km al sur de Roma), remonta al tiempo del Imperio romano. En ella los patricios y la corte imperial establecieron sus mansiones o “villas” junto a templos, anfiteatros, circos y termas, cuyas ruinas atestiguan hasta hoy su antiguo fausto. Este lugar era escenario de fiestas en honra de los dioses, algunas de las cuales eran mero pretexto para orgías paganas. Una de esas celebraciones se realizaba el día 25 de abril, en honor de la diosa Flora.

Después que Constantino el Grande diera libertad a la Iglesia, bajo el pontificado del Papa San Silvestre (336) desaparecieron en Genazzano todos los trazos de paganismo en las costumbres, y se edificó allí una primera iglesia dedicada a María Santísima, bajo la tierna invocación de Madre del Buen Consejo. Posteriormente los Agustinos levantaron en un extremo de la ciudad un modesto convento.

Con el paso de los siglos la importancia de ese primitivo templo fue decayendo, hasta que, ya bastante deteriorado, de su antigua preeminencia sólo le restaban el nombre, un bonito bajorrelieve en mármol representando a la Virgen Madre del Buen Consejo, y el privilegio de ser punto de afluencia de peregrinos que venían a pedir gracias, que María Santísima continuaba prodigándoles maternalmente.

A mediados del siglo XIV, se confió el cuidado del antiguo templo a la Orden de los Eremitas de San Agustín, a fin de asegurar la asistencia pastoral a los fieles y la conservación del venerable edificio. El trabajo de los frailes produjo una notable elevación moral y religiosa de toda la ciudad, y muchos fieles de ambos sexos ingresaron en la Orden Tercera de San Agustín.

No obstante, las dificultades financieras seguían impidiendo la tan urgente y ansiada reforma del templo de la Madre del Buen Consejo.

Un alma piadosa prepara el camino a esta nueva devoción

Pero esta gran Señora tenía prevista para esa dificultad extrema una solución providencial y maravillosa, que los hombres eran incapaces de imaginar. Ella quiso valerse de una simple terciaria agustina para realizar un prodigio único en la Historia de la Iglesia, que traería como consecuencia no sólo la restauración del templo, sino un nuevo e incomparable esplendor de aquel recinto sagrado.

Petruccia de Nocera, viuda desde 1436 y sin hijos, dedicaba la mayor parte de su tiempo a la oración y a ejecutar pequeños servicios en la iglesia de la Madonna del Buen Consejo. Le dolía ver el estado del templo, y rezaba con fervor para que pudiese ser restaurado. Por fin, decidió asumir ella misma la iniciativa. Con licencia de los frailes, entregó todo su patrimonio para el costeo de las obras de restauración y ordenó iniciarlas, contando con la ulterior ayuda de los fieles para llevarlas a buen término.

El plan había sido bien estudiado, se ampliarían todas las dimensiones de la vieja iglesia, reedificando su estructura. Pero a la mitad de las obras, Petruccia, que ya contaba 80 años de edad, constató que el monto que había ofrecido no alcanzaba para continuar los trabajos, y que nadie se había presentado para auxiliarla. Así, al momento de agotarse sus recursos las nuevas paredes se elevaban irónicamente a poco más de un metro del suelo... Entonces, algunos conocidos de la pobre terciaria comenzaron a enrostrarle la imprudencia que había cometido; otros se burlaban de ella, y hasta hubo quienes la reprendiesen severamente en público. A todos ella se contentaba en decirles: “No deis, hijos míos, tanta importancia a esta infelicidad aparente, pues os aseguro que antes de mi muerte la Santísima Virgen y nuestro Santo Padre Agustín terminarán la iglesia comenzada por mí”.

Nadie podía imaginar entonces hasta qué punto ese anuncio de Petruccia era profético.

La Santísima Virgen tomó posesión de la iglesia

La Santa Iglesia había cambiado el contenido del festejo realizado en Genazzano el 25 de abril. El pueblo que en tiempos de paganismo se reunía para entregarse al desenfreno, ya convertido pasó a festejar en la misma fecha al patrono de la ciudad, San Marcos. En la mañana de ese día, en la Iglesia de la Madre del Buen Consejo comenzaban las celebraciones con una Misa solemne, en presencia de las autoridades eclesiásticas y civiles e incontables fieles venidos de toda la región del Lacio. Había después una gran feria montada en la Plaza frente al templo, llena de pintorescas barracas de toda clase de productos, y se armaban estrados de diversiones para entretener sanamente al gentío durante el resto del día.

La imagen sale de Albania, seguida por Giorgio y De Sclavis

El 25 de abril del año 1467 era sábado. La fiesta en honor de la Madre del Buen Consejo transcurría normalmente, con gran concurso de pueblo. La incansable Petruccia iba de aquí para allá, siempre muy servicial en los oficios que le cabían, y respondiendo con paciencia a los que la interpelaban acerca de su “pretencioso” proyecto. Cuando de repente, a eso de las 4 de la tarde, se dejaron oír los acordes de una melodía agradabilísima, que parecía venir del Cielo. Todos se pusieron a escudriñar de dónde podían venir esos sones maravillosos. Entonces, por encima de los tejados y de las torres de las iglesias, en el cielo primaveral y poético del Lacio, se dejó ver una pequeña nube blanca que desprendía rayos luminosos y venía bajando al son de una melodía excepcionalmente bella. Poco a poco la nube de luz bajó hasta la misma iglesia de la Madre del Buen Consejo, donde quedó suspendida junto a la pared del fondo de la capilla inconclusa. Al mismo tiempo las campanas de la vieja torre se pusieron a repicar por sí mismas, seguidas de inmediato, en un unísono milagroso, por todos los campanarios de Genazzano. En pocos segundos la capilla quedó repleta de gente que, asombrada, acudía a admirar aquel fenómeno celestial. La nubecita se fue disipando y dejó ver un objeto bellísimo, una pintura que representa a Nuestra Señora trayendo tiernamente a su Divino Hijo en los brazos.

En el local de la aparición ya se oían vivas desbordantes de alegría a la madre de Dios, al lado de gritos: “¡Milagro! ¡Milagro!” Los que ya habían partido hacia sus ciudades volvían atrás rápidamente, pues el repique inesperado de campanas les había llamado la atención y de lejos habían podido ver la misteriosa nube luminosa que bajaba sobre Genazzano.

Muchas personas enfermas o probadas se sintieron inspiradas a pedir cura y consuelo a la imagen llegada milagrosamente, y de inmediato comenzaron a ser atendidas, como consta en documentos emitidos por las autoridades eclesiásticas locales.

Dios premió el acto de confianza


La noticia se esparció por el Lacio y después a toda Italia. Multitudes fervorosas comenzaron a acudir para venerar aquella imagen, milagrosamente suspendida en el aire. Comenzaron a llover las limosnas, como una respuesta providencial a la confianza inquebrantable de la buena Petruccia. Sus esperanzas se veían ahora realizadas. La Madonna del Paradiso, como fue llamada la imagen en el primer momento, logró así que las obras de la iglesia fuesen retomadas y en poco tiempo ésta adquiriera un aspecto majestuoso. Artistas y artesanos unieron sus talentos para construir un rico y solemne altar en la pared junto a la cual se mantenía suspenso el fresco maravilloso. Se fundieron veinte lámparas de plata que ardían en honor de la Virgen Santísima.

Para Petruccia, su misión estaba cumplida: ya podía decir, como el anciano Simeón, “Ahora puedes llevar a tu siervo”. Colmadas sus esperanzas por María, sólo le quedaba cerrar los ojos a esta vida para contemplar los de su dulcísima Abogada y Madre. Cuando falleció, los Agustinos depositaron sus restos en la iglesia, bien próximos de la sagrada imagen. Junto al altar fijaron una lápida recordando algunos trazos de su santa vida. Y desde entonces el pueblo la llamó “Beata”.

De Scutari a Genazzano


Pasado algún tiempo de la aparición, la Madonna del Paradiso quiso dar a conocer el origen del maravilloso fresco, relacionado con la penosa situación que vivía la Iglesia al otro lado del mar Adriático.

Entre los peregrinos llegados a Genazzano había dos personajes que provocaban extrañeza por sus ropas y por los trazos fisonómicos que los identificaban como extranjeros. Uno de ellos era aún joven, y el otro ya adulto. Venidos a Roma desde Albania a comienzos del año, contaron una singular historia a la cual inicialmente nadie quería dar crédito.

En enero de ese año de 1467 había muerto el último y gran monarca de los albaneses Jorge Castriota, más conocido como Scanderbeg. Él había dado altas pruebas de fidelidad heroica a la Iglesia en la lucha contra los turcos que amenazaban aplastar la pequeña nación cristiana. Desde su juventud había tomado parte en combates contra los musulmanes; en uno de ellos, en Croja, entonces capital de Albania, derrotó fragorosamente al propio sultán Amurat II. A lo largo de una serie de campañas victoriosas, en las cuales había derrotado numerosas hordas turcas que durante años hostilizaban a sus compatriotas, Scanderbeg ocupó varias fortalezas en toda Albania. Después, con su pequeño ejército de soldados montañeses bien adiestrados, quedó a la espera de nuevas embestidas turcas. Éstas no se hicieron esperar y un número incontable de infieles asoló nuevamente el territorio cristiano.

Lamentablemente el pueblo albanés sufría desde hacía tiempo la influencia del cisma bizantino, y oscilaba entre la adhesión y el rechazo a la Santa Sede. Así, a la muerte del fiel Scanderbeg Albania pagó las consecuencias de su prolongada inconstancia y tibieza. Los ejércitos turcos, viéndose libres del que llamaban “fulminante león de la guerra”, embistieron contra Albania y la ocuparon casi totalmente.

Solamente Scútari, una pequeña plaza al norte del país, aún no había sido conquistada, porque contaba con una guarnición veneciana que el mismo Scanderbeg había llamado poco antes de su muerte. Pero su caída era sólo cuestión de tiempo. Comenzó entonces el éxodo de los que no querían poner en riesgo su fe y tradiciones hacia países vecinos donde pudiesen mantener la fidelidad a la Santa Sede. Entre ellos estaban Giorgio y De Sclavis, los dos protagonistas de esta historia. Ellos también pensaban emigrar, pero algo los retenía todavía en Scútari.

Se trataba de una pequeña iglesia donde se veneraba una imagen de Nuestra Señora, misteriosamente descendida del cielo hacía doscientos años. Se decía que había venido del Oriente, y por las gracias que concedía, su santuario se había hecho el principal centro de peregrinación de Albania. El propio príncipe Scanderbeg lo había visitado varias veces con sus soldados victoriosos.

Jorge Castriota, Scanderbeg

Pero la devoción a la imagen venía menguando junto con la adhesión a Roma. Sin esto no se comprende la catástrofe albanesa. Según la expresiva lamentación de un cronista de la época, “los jóvenes y las muchachas ya no tomaban gusto en florecer el altar de María en Scútari”, y el santuario parecía ahora destinado a una inevitable destrucción.

Ésta era la gran aflicción de Giorgio y De Sclavis: dejar la patria en el infortunio, abandonando con ella aquel don celestial, el gran tesoro de Albania. Con lágrimas fueron un día al viejo templo para rogar a aquella santa Madre, en su dolorosa perplejidad, que Ella les diese el buen consejo que necesitaban. Pues les parecía que debían preservarla de la furia mahometana, pero al mismo tiempo buscar en el exilio la seguridad para sus propias almas.

Esa misma noche la Santísima Virgen les hizo saber, en sueños, lo que esperaba de ellos. Les mandó que preparasen todo lo necesario para dejar aquel país ingrato, al que nunca más verían. Agregó que el milagroso fresco iba a retirarse de Scútari para escapar a la profanación, y que iría a otro país para continuar allí derramando sus gracias. Por fin, les ordenó que siguiesen a la imagen adonde ésta fuese.

Caminaban sobre las olas como lo hiciera el Divino Maestro


A la mañana siguiente los dos amigos ya estaban listos y fueron al santuario. Aún sin saber el rumbo que los hechos tomarían, se arrodillaron ante la bienamada pintura. De repente vieron, con indescriptible emoción, que ésta comenzaba a desprenderse de la pared donde se había apoyado desde su misteriosa venida de Oriente, y habiendo dejado su nicho, quedó un momento suspendida en el aire, hasta ser envuelta por una nube blanca. Sin embargo continuaba visible para ellos a través de esta nube. Después, saliendo del templo la imagen comenzó a apartarse de Scútari, desplazándose por los aires a buena altura del suelo.

Fue avanzando hacia el Mar Adriático, a una velocidad que permitía a los dos amigos seguirla. Así anduvieron cerca de 40 km. hasta llegar a la costa. Sin detener su curso, la imagen abandonó la tierra y avanzó sobre el mar, llevando detrás suyo a los fieles Giorgio y De Sclavis, que ahora caminaban sobre las olas como lo hiciera su Divino Maestro en el lago de Genezaret.

A la noche, la nube misteriosa que de día los preservaba de los ardores del sol con su sombra benéfica, los guiaba con su luz. Así llegaron a las costas de Italia, y continuaron siguiendo la nube atravesando montañas, ríos y valles, hasta que días después avistaron las torres y las cúpulas de Roma. Pero, llegados a las puertas de la ciudad, de repente la nube desapareció...

Entonces Giorgio y De Sclavis comenzaron a deambular por la ciudad, afligidos, preguntando de iglesia en iglesia y en las calles, si allí había posado una imagen venida del Cielo. Pero no obtenían ninguna información que los pudiese reconfortar.

Éste es el extraño relato que aquellos singulares personajes insistían en hacer, despertando desconfianza y la sospecha de que estuviesen delirando...

Nunca más los dos albaneses perdieron de vista la Imagen


Fue entonces que corrió por toda Roma la asombrosa noticia de que una imagen de Nuestra Señora había aparecido en los cielos de Genazzano, en las circunstancias ya descritas. Para Giorgio y De Sclavis se encendió una luz de esperanza, y hacia allí fueron, ansiosos por saber si sería la misma Santa Madre de Scútari.

¡Cuál no fue su alegría cuando, llegados al local donde reposaba ahora la pintura milagrosa, constataron que era exactamente la misma imagen! Postrados en señal de profunda veneración e intenso afecto, alabaron y agradecieron a la Virgen el inmenso favor que les había concedido.

En poco tiempo se comprobó que la extraordinaria historia de los dos albaneses era absolutamente cierta. Los dos peregrinos fijaron su residencia definitiva en la ciudad y nunca más se apartaron de su Señora. Allí se casaron, colocando sus vidas y su descendencia bajo la protección de la Madre del Buen Consejo.

Fue así que María Santísima, con la humilde participación de una piadosa terciaria agustina y dos fieles albaneses, trasladó su maravillosa efigie de la infeliz Albania a una pequeña ciudad próxima al centro de la Cristiandad. Y desde su nuevo santuario derrama sobre el mundo un nuevo caudal de gracias, bajo la invocación de Madre del Buen Consejo.     



* Tomado de Catolicismo, nº 208-209, abril-mayo de 1968, São Paulo. (ici)