martes, 1 de febrero de 2022

El Concilio Vaticano (Hugo Wast)

¿Un hombre de carne y hueso puede ser infalible? ¿Un hombre nacido, como todos, del lejano barro que Dios amasó en el sexto día, que ha heredado las pasiones y el pecado de cien generaciones, puede conocer la verdad absoluta y ser exento de engaño y ser incapaz de mentira?

¿Y ese hombre es el Papa? ¿Ese hombre han sido todos los Papas, lo mismo Pedro y Gregorio VII y Pío V. que Benedicto IV y Alejandro VI?

¿Y quién se apresta a declarar eso como un dogma que todos debemos creer so pena de anatema? Pío IX, en el preciso momento en que se hunde su trono temporal y la Historia comprueba que su política no fue infalible.

¡Absurdo, absurdo! En vano los teólogos responden que no es una verdad nueva: que en el seno de la Iglesia la infalibilidad del Papa ha sido una tradición constante, pero que sólo es infalible el magisterio del Papa, y no el ministerio; es decir, que no puede equivocarse cuando enseña lo que se debe creer o practicar, pero sí cuando habla u ordena como soberano.

La masonería no comprende, y se escandaliza y resuelve contestar al concilio del Papa en Roma con un anticoncilio en Nápoles.

Los más famosos librepensadores de la época se adhieren: Michelet, Quinet, Littré, Garibaldi, Ausonio, Franchi, Gianni... Y en este anticoncilio se definirán los antidogrnas obligatorios para todos los que alardean de pensamiento libre.

Los Gobiernos se irritan. La Francia de Napoleón III, la Italia de Víctor Manuel, la Prusia de Bismarck, la Baviera de Luis II, son un mar de controversias y de proyectos para salvar la libertad moral del mundo.

Creencia constante de la Iglesia, la infalibilidad del Papa, no era, sin embargo, creencia unánime. Como casi todos los dogmas antes de ser definidos, tenía sus adversarios. En el siglo XV, el episcopalismo; en el XVII, el galicanismo y el jansenismo; en el XVIII, el febronianismo, negaron el magisterio infalible del sucesor de Pedro, atribuyéndole esa infalibilidad sólo cuando contaba con el consentimiento de los obispos. La Iglesia, infalible; pero no la persona del Papa.

Si se recuerda que el gran Bossuet, casi un doctor de la Iglesia, en la asamblea de los obispos y arzobispos franceses alzados contra la primacía del Papa, en 1682, fue el redactor de la famosa Declaración, especie de Confesión de Ausburgo de la nueva herejía, puede comprenderse la raigambre que el galicanismo tenía en Francia con tan ilustre antecesor.

Dos Papas, Alejandro VIII (1690) y Clemente IX (1706) condenaron la Declaración galicana: y, a pesar de eso, el galicanismo, que hacía de la Iglesia francesa una iglesia más dependiente del rey o del emperador que del Papa, ha llegado hasta los tiempos de Pío IX, acrecentando su caudal con las aguas turbias del jansenismo, que se apresuró a confundirse con él para salvar siquiera algunas gotas de su doctrina.

En la bula de convocatoria del Concilio Vaticano, nada se decía acerca de la infalibilidad; pero no tardó en saberse que una gran mayoría de los obispos deseaba que ese punto se definiera como un dogma.

El Concilio debía abrir sus sesiones el 8 de diciembre del 69. Y he aquí que el 6 de febrero estalla como una bomba una correspondencia de Francia en las páginas de la Civilta Cattolica.

Ese periódico, que redactan en Roma los Padres jesuitas y pasa por órgano del Vaticano, anuncia que "el Gobierno francés teme que el Concilio defina el dogma de la infalibilidad pontificia, considerando esta doctrina como contraria a la Constitución del Estado".

En los detalles de la correspondencia se advierte, si no la mano, por lo menos los informes del nuncio en París, monseñor Chigi. ¿Cómo los jesuitas han publicado eso, que dificultará la acción diplomática? El Papa se muestra disgustado.

Y, como si no bastase la mencionada correspondencia, agrega: "Los obispos franceses piensan como el resto del episcopado católico del mundo en lo que se refiere a la infalibilidad. Si hay alguna excepción, no tiene importancia. Los verdaderos católicos desean ardientemente una confirmación positiva del Syllabsus y la proclamación de la infalibilidad, a fin de sepultar definitivamente la desventurada Declaración de 1682, que fue la inspiradora del galicanismo."

La verdad es que, si bien la mayoría de los obispos franceses eran partidarios de proclamar la infalibilidad, no podía decirse que carecieran de importancia los opositores.

Eran numerosos y encabezados por hombres tan ilustres como el arzobispo de París, Darboy; el obispo de Orléans, Dupanloup, y contaban en sus filas a los obispos Maret, Guibert, Lavigerie y otros muchos; los estimulaban desde fuera, con artículos y folletos, personajes como el abate Gratry, el conde Montalembert, el superior de los carmelitas, Jacinto Loyson, que no tardó en colgar los hábitos. Y estaba con ellos el emperador, a quien le sabía mal la sepultura del galicanismo, doctrina que le daba ciertas facultades de pontífice, con una sombra de infalibilidad.

La opinión no se refería a la creencia en sí misma, sino a la oportunidad de definirla como dogma. Los mismos que aseguraban creer en la infalibilidad del Papa sostenían que era inoportuno declarar fuera de la Iglesia a los que no creían en ella.

Una recia lucha siguió al artículo de la Civilta. El galicanismo aprovechaba el formidable arsenal de Bossuet, para librar su última batalla: la vida herejía se resistía a morir.

Día a día aparecían nuevos adeptos, inoportunistas, como se les llamó. Se declararon inoportunistas en su mayoría los obispos alemanes, austriacos, húngaros, norteamericanos y orientales.

Jefe de la oposición en Alemania era el preboste de la catedral de Múnich, el famoso teólogo Dollinger, hombre de vasta ciencia, que terminó, como tantos otros, en la apostasía, pero que no logró ser lo que en su inmenso orgullo soñara: el Lutero del siglo XIX.

La Iglesia aparecía amenazada por un cisma. Era la historia de todos los Concilios. Frente a cada dogma que afirma se alza fatalmente la herejía que niega. Del seno de todos los Concilios, Nicea, Caledonia, Constantina, han surgido apóstatas. Pío IX asistía imperturbable a los prolegómenos de la formidable asamblea.

Y decía sonriendo: "En todo Concilio hay tres épocas: la época del diablo, que es corta; la de los hombres, que es más o menos larga, la del Espíritu Santo, que tiene la última palabra. Estamos en la época del diablo."

“Era la primera vez, en tres siglos después del de Trento (1545-1563), que se convocaba un Concilio ecuménico, general, donde hallarían asiento los patriarcas y obispos del rito oriental, junto con los cardenales, arzobispos y obispos del rito latino. Y aun hubo la esperanza de que concurrieran los cismáticos de las iglesias orientales, a quienes Pío IX invitó también, suplicándoles que fueran al Concilio de Occidente, y de todo el Universo, como sus padres habían acudido al segundo de Lyon y al de Florencia." Pero el zar de Rusia, de quien dependían, atajó el movimiento de aproximación a Roma que mostraron numerosos obispos cismáticos.

En otros siglos, los Pontífices solían invitar a los reyes y emperadores, que enviaban al Concilio sus representantes. La experiencia de Pablo III, que convocó el de Trento, sirvió a Pío. En aquella ocasión, más que ayuda, los príncipes temporales aprovecharon la invitación para suscitar un semillero de cuestiones y dificultades que prolongaron dieciocho años la augusta asamblea.

Si esto hicieron monarcas tan piadosos como los de aquellos tiempos, ¿qué no habrían hecho un Napoleón, un Víctor Manuel, un general Prim, que gobernaba en España, un Luis de Baviera, aleccionado por Dollinger, un Bismarck, imbuido en el odio luterano, de habérseles brindado la ocasión?

Pío IX derogó las costumbres y ni les pidió su parecer, ni los invitó, y los Gobiernos sintieron la virilidad de esa actitud y fomentaron las corrientes opositoras, esperando hacer fracasar los designios que se atribuían al Papa.

¿Quería aparecer infalible a los ojos de doscientos millones de fieles? ¿Con qué propósito? ¿Para inmiscuirse en la política de las naciones, para desligar a los ciudadanos de la fidelidad de sus príncipes, para intentar, como en la Edad Media destronar con una bula a un emperador? ¡Ay de él!

Interpelado en el parlamento francés el ministro de Instrucción Pública, tranquiliza los espíritus inquietos anunciándoles que la gran mayoría del episcopado y del clero es contraria a la infalibilidad.

Mientras de todos los rumbos acuden a Roma los obispos, algunos de ellos tan pobres, que deben viajar a pie, como los antiguos peregrinos, componiendo con sus manos su calzado y su traje, los teólogos que viven a un paso de Roma tienen tiempo de discutir la cuestión.

El abate Gratry escribe virulentos artículos, acusando a la Santa Sede de haber falsificado documentos, y afirma que el Papa puede errar en materia de fe, y citaba el ejemplo del Pontífice Honorio, que aprobó el monotelismo, condenado más tarde como herejía.

Don Gueranger, abad de Solesmes, y otros teólogos e historiadores le contestaban aclarando aquel episodio de la Historia de la Iglesia, entenebrecido por la literatura capciosa de los griegos. El canónigo Dollinger ataca también la infalibilidad, como doctrina sin tradición en la Iglesia.

Al igual de Lamennais, Dollinger había esperado honores que Roma no le concedió. Sus panfletos, llenos de ciencia teológica y de terrible pasión, prenden fuego en Alemania y electrizan a Dupanloup. No faltan quienes tiemblan ante sus invectivas, ni quienes descubren en el apasionado canónigo de Múnich el Lutero del siglo XIX, que descargará sobre el Pontificado el golpe de gracia.

Dupanloup, como una lanzadera entre Francia e Italia, entre Italia y Alemania, teje la diestra oposición de los inoportunistas, que, sin atreverse a tanto como Dollinger o Gratry, anuncian catástrofes si se llega a proclamar un dogma que parece repugnar a los tiempos modernos.

¡La sombra de Bossuet, como una montaña, les oculta el sol de Roma!

Sus campañas empiezan a infiltrar la duda en las conciencias católicas, y eso apresurará la decisión del Concilio: "Quod inopportunum dixerunt — exclama el obispo de Angulema, monseñor Cousseau— necessarium fecerunt" (los que decían que era inoportuno, lo han hecho necesario).

Así llegó el 8 de diciembre del 69, fiesta de la Inmaculada, en que Pío IX inauguró el XX Concilio ecuménico que haya presenciado la Humanidad.

Diseminados por todo el mundo existían 1.044 personajes convocados al Concilio. Concurrieron 758, entre ellos 49 cardenales, 13 patriarcas y primados, 122 arzobispos; los demás, obispos y generales de Órdenes religiosas. Muchos, viejos y decrépitos; algunos llegaron a Roma apenas para besar el pie del Santo Padre y morir.

Por el número de los obispos, el Concilio Vaticano superaba a todos las anteriores, si bien hubo en el segundo de Letrán (1139) cerca de mil padres, abates en su mayoría.

No sólo el mundo católico acogía ávidamente el rumor de aquella asamblea, como no se había visto en trescientos años, sino también el mundo sectario. Dos días después, el 10 de diciembre, se inauguraba en Nápoles el anticoncillo de la masonería. Por desgracia, algunos de sus oradores se extraviaron en las mieses de la política, injuriando a Napoleón III, y la policía de Víctor Manuel interrumpió violentamente sus sesiones.

¡Lástima grande que la Historia no haya podido recoger los antidogmas que iban a brotar de allí para antídoto de las que iba a promulgar el Vaticano!

Y, como en los tiempos de madame de Sevigné, en que hasta las cortesanas discutían los problemas de la gracia y de la predestinación, bajo el signo de Jansenio, los salones más mundanos resuenan con el fragor de los argumentos en pro y en contra de la infalibilidad.

No tarda el cáustico ingenio latino en llamar madres del Concilio a las turbulentas mujeres que, no pudiendo tomar parte en él rompen lanzas teológicas al pie de sus muros inaccesibles.

Los librepensadores de Nápoles han permitido a muchas damas ilustres y elocuentes, como la princesa Enriqueta Caracciolo o la marquesa Florenzi-Wadigton, discutir con ellos mano a mano los dogmas del anticoncilio. ¡Oh, si el Papa hubiese imitado ese ejemplo!

A sesenta años de distancia, no podemos hacernos idea del ardor de aquella lucha, apenas templado por las nubes que iban ensombreciendo el horizonte político de Europa y presagiaban la guerra.

Don Bosco en esos días tuvo un sueño que le pareció una tremenda profecía, digna de ser comunicada al Papa.

Nadie pensaba entonces en la inminente caída de Roma, y menos en el sitio de París por loa prusianos, con el derrumbe de la dinastía napoleónica.

Y él, la noche víspera de la Epifanía, lo vio todo, lo escribió de su puño y letra y mandó al Papa una copia, sin expresar quién lo mandaba.

Días después lo hallamos en Roma discutiendo con los adversarios de la infalibilidad, persuadiendo a los indecisos y haciendo del obispo de Saluzzo, Gastaldi, a quien Dupanloup tenía sitiado, un paladín del futuro dogma.

No se hallaba este asunto en lo que llamaríamos el orden del día de la augusta asamblea Pero en todo momento el Pontífice podía ponerlo en discusión. Y así lo hizo a petición de 450 Padres del Concilio, que le presentaron un memorial que era una ferviente profesión de fe. El número de los firmantes indicaba sin ninguna duda que ellos eran la mayoría.

Sorpresa y desencanto de los obispos galicanos. Dupanloup acude ante el Papa con una brillante diputación de cuarenta obispos. ¿Qué urgencia hay, Santísimo Padre, en tratar una cuestión que anarquizará la Iglesia y concitará la furia de los Gobiernos?

— Hilos míos — les responde Pío IX—, tened confianza en el Concilio. Votad según vuestro parecer, y dejad el resto al Espíritu Santo.

El arzobispo de París, monseñor Darboy, escribe al emperador quejándose de que el Papa limita la libertad del Concilio, y pidiéndole que retire de Roma su embajador.

Los galicanos reclaman el apoyo de su Gobierno. Napoleón tiene los oídos llenos de argumentos: la infalibilidad es la idolatría del Papa; todas sus palabras serán dogmas de fe; todos sus caprichos aparecerán como inspirados directamente por Dios; los obispos perderán su autoridad; la Iglesia de Francia, su autonomía; los jesuitas tendrán la última palabra en su lucha secular contra el galicanismo y el jansenismo, y nada contrarrestará su influencia en Roma.

¡Ya lo sabe! ¿Pero qué hacer? Su nuevo Jefe de Gabinete, Emilio Olivier, le aconseja no intervenir, porque la mayoría del episcopado francés se muestra favorable a la definición. Recibe a Gratry, que va a implorarle arroje en medio del Concilio el sable de Breno, y le responde melancólicamente: "Estoy lleno de simpatía por vos, ¿pero qué hacer ante un episcopado que repudia mi intervención? ¡Decid a Darboy y a Dupanloup que sean mayoría!"

El último recurso de la oposición es prolongar desmesuradamente la discusión, para que no se llegue al final.

A fines de abril, después de centenares de discursos, muchos de ellos, caldeados por la atmósfera exterior, se sanciona la constitución dogmática de la fe, que el Pontífice promulga solemnemente en la basílica de San Pedro el segundo domingo después de Pascua. Ella importa una condenación de diversos sistemas filosóficos: panteísmo, materialismo, tradicionalismo, la independencia de la razón, la indiferencia en materia religiosa.

A mediados de mayo se entra por fin en el grave asunto, para cuyo debate se han inscrito ciento veinte oradores. Se advierte en la minoría el propósito de eternizar la cuestión. Han hablado ya sesenta y cuatro Padres del Concilio, algunos de los cuales con tanta violencia, que el presidente los ha llamado al orden.

¿Hasta cuándo se escucharán aquellos interminables discursos en pro y en contra, en un latín no siempre clásico, con una pronunciación apenas inteligible?

Aquellos centenares de ancianos, fatigados por seis meses de deliberaciones, rendidos física e intelectualmente bajo el rudo calor del verano de Roma, estarán mejor dispuestos para aceptar una suspensión de la asamblea, que puede ser una postergación hasta las calendas griegas.

El 3 de junio, la maniobra es frustrada con una proposición de cerrar el debate en general. Desconcierto y protesta de los antioportunistas, encabezados por las cardenales Rausher, Schwarzenberg y Mathieu. Por gran mayoría, la moción pasa. Mas prosigue la dura batalla en particular. Un mes después se han pronunciado más de cien discursos y aún faltan sesenta oradores.

La fatiga los vence Los que no han hablado renuncian a hacerlo, y se pasa a votar. Tres clases de votos pueden emitirse: placet, afirmativa; non placet, negativa; placet juxta modum, afirmativa con algunas modificaciones.

451 responden placet; 62, placet iuxta modum; 88, non placet. La asamblea acepta algunas modificaciones en el texto sancionado, con lo cual se aumenta el número de los placet. El dogma de la infalibilidad queda aprobado. La oposición arguye que se requiere unanimidad. Responde la historia de los Concilios en que los dogmas no siempre fueron proclamados por unanimidad.

Ahora tiene la palabra el sucesor de Pedro. Los opositores ya no son más que 73 (4 cardenales, 2 patriarcas, 2 primados, 17 arzobispos, 47 obispos y un abad), pero todavía se presentan al Pontífice anunciándole las fatales consecuencias que traería la promulgación del nuevo dogma.

Pío IX les habla con benevolencia. La Iglesia no teme la contradicción: es su atmósfera natural. La nave de Pedro está hecha para surcar tempestades.

Cincuenta y cinco obispos se retiran, entre ellos un cardenal, Schwarzenberg, explicando en una carta al Papa que, por amor hacia él, no habiendo cambiado de opinión, no quiere presentarse a la asamblea de la promulgación, en que tendrían que pronunciar el non placet.

El 18 de julio, delante del Papa, llamados por sus nombres, uno a uno, los 535 Padres del Concilio presentes profieren su voto en alta voz. Los placet son 533; los non placet, 2.

Y el Papa, de pie, ceñida la tiara, en virtud de su autoridad apostólica, define y promulga el dogma de la infalibilidad pontificia.

En el instante mismo, un denso nublado, que desde el amanecer cubría a Roma, estalla en una indescriptible tormenta. Las notas del Te Deum quedan ahogadas por los truenos. Los relámpagos incendian el aire.

La faz de Pío IX resplandece como la de Moisés al bajar del Sinaí. Con las últimas palabras del Te Deum vuelve la calma, y el sol, que se abre camino por entre las nubes desgarradas, ilumina la frente del Pontífice.

Coincidencia, si se quiere; mas no deja de producir gran impresión en la multitud que llenaba el ámbito. La Constitución Pastor aeternus promulgada condenaba definitivamente el galicanismo y otros sistemas semejantes, sentenciando que el Romano Pontífice no sólo tiene el oficio de vigilar y dirigir, sino la suprema y absoluta potestad de jurisdicción sobre toda la Iglesia, no sólo en cosas de fe y de doctrina, sino también en la disciplina y gobierno de ella. Cuando el Papa habla ex cathedra, o sea, cuando ejerce el oficio de Pastor y Doctor, y en virtud de su apostólica autoridad define que una doctrina acerca de la fe o de las costumbres sea tenida como dogma de fe, posee, por divina asistencia, la infalibilidad de que Cristo ha querido dotar a su Iglesia; y tales definiciones son irreformables de sí y no por consentimiento de la Iglesia.

Faltaba discutir y resolver los derechos de los obispos, en cuanto constituyen la Iglesia, con relación al Papa; pero la guerra franco-alemana, y luego la invasión de Roma por el rey galantuomo y devoto, interrumpieron las sesiones del Concilio para tiempos mejores.

El mismo día de la promulgación del dogma de la infalibilidad, los cuatro cardenales que se habían abstenido de asistir depusieron en manos del Papa su profesión de fe, aceptando la doctrina; detrás de ellos, los obispos, uno a uno, sin excepción alguna, por primera vez en la Historia de la Iglesia, se plegaron a Roma.

No hubo entre ellas una sola apostasía. El mismo Gratry, por escrito, en vísperas de morir (1872), retractó sus errores. Sólo permanecieron insumisos Dollinger, el carmelita Loyson y pocos más, especialmente en Alemania, donde surgió la secta de los viejos católicos. Pero como no contara un solo obispo, que habría podido consagrar nuevos sacerdotes apóstatas, acabó extinguiéndose.

Dollinger no era de esos teólogos que, cuando le han echado el ojo a una mujer, comienzan a dudar de algún canon para salirse del aprisco. Lo preservó su soberbia inconmensurable.

No así al desventurado Padre Jacinto Loyson, a quien Dollinger en vano conjuró a no meterse en líos. El carmelita arrojó a las ortigas su cogulla y se casó con una viuda norteamericana, a quien él había convertido y bautizado. Ella tenía un hijo, que fue el primero y último neófito de la nueva Iglesia que fundaron los dos.

(De "Don Bosco y su época", Hugo Wast)


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