ENTREVISTA DE RADIO SPADA A MONSEÑOR CARLO MARIA VIGANÒ
RS: Como se sabe, más allá de la cuestión moral resulta imposible distinguir en el colapso moral al propio cardenal de la crisis de la Iglesia. A este respecto, V.E. ha hecho en varias ocasiones una crítica coherente del Concilio. Le pedimos una aclaración más sobre este punto. En una conversación con Sandro Magister, V.E. ha afirmado: «La fábula de la hermenéutica, si bien es digna de crédito por su autor, no deja de ser una tentativa de atribuir la dignidad de un concilio a lo que ha sido una verdadera trampa para la Iglesia». Podemos aclarar por tanto que el problema no se puede calificar como algo sucedido después del Concilio, sino en el Concilio. Dicho de otro modo: ¿el momento decisivo del proceso revolucionario tuvo lugar en el Concilio y no en el postconcilio? ¿La responsabilidad habría que achacarla no sólo al espíritu vaticanosegundista sino también a la letra?
CMV: No veo cómo se pueda sostener que haya habido un presunto Concilio Vaticano II ortodoxo del que nadie ha hablado durante años traicionado por un espíritu del Concilio al que todos elogiaban. El espíritu del Concilio es lo que lo anima, lo que determina su naturaleza, su particularidad, sus características. Y si el espíritu es heterodoxo mientras los textos conciliares no parecen ser heréticos en cuanto a doctrina, hay que atribuirlo a la astucia de los conjurados, a la ingenuidad de los padres conciliares y a la connivencia de los que han preferido mirar desde el principio para otro lado en vez de tomar postura condenando a las claras las desviaciones doctrinales, morales y litúrgicas.
Los primeros que eran plenamente conscientes de la importancia de meter mano a los textos conciliares a fin de que se pudieran utilizar para sus propósitos particulares fueron los cardenales y obispos progresistas, en particular alemanes y holandeses, junto con sus peritos. No es casual que se ocuparan en conseguir que fueran rechazados los esquemas preparatorios redactados por el Santo Oficio y desecharan las propuestas del episcopado mundial, entre las que se encontraba la condena de los errores modernos, incluido el ateo comunismo; consiguieron igualmente impedir la proclamación de un dogma mariano, por ver en él un obstáculo al diálogo ecuménico. La nueva dirigencia del Concilio fue posible gracias a un auténtico golpe de mano, al papel destacado del jesuita Bea y al apoyo de Roncalli. De haberse mantenido los esquemas, no habría resultado posible nada de lo que salió de las comisiones, porque habían sido esbozados según el modelo aristotélico-tomista, que no permitía formulaciones equívocas.
Hay que dirigir, pues, el dedo acusador contra la letra del Concilio, porque de ella surgió la revolución. Por otra parte, ¿me podrían citar un solo caso en la historia de la Iglesia en que un concilio ecuménico haya sido formulado deliberadamente de un modo equívoco para que lo que se enseñaba en sus actas oficiales fuera más tarde subvertido y contradicho en la práctica? Ahí lo tienen: eso basta para catalogar al Concilio como un caso aparte, una excepción única sobre la cual podrán debatir los estudiosos, pero a la cual deberá encontrar solución la Autoridad suprema de la Iglesia.
RS: ¿Cómo llegó a darse cuenta de esta crisis? ¿Fue un proceso gradual? ¿O algo inmediato que se desarrolló en un corto espacio de tiempo?
CMV: Mi toma de conciencia fue progresiva, y no tardó en iniciarse. Pero comprender, o empezar a sospechar, que lo que se nos había presentado como inspiración del Espíritu Santo había sido en realidad sugerido por el inimicus homo no fue suficiente para derrumbar el sentido de dolorosa obediencia a la Jerarquía, si bien en medio de mala fe y de dolo por parte de algunos de sus representantes. Como ya tuve oportunidad de declarar en otra ocasión, lo que veíamos concretarse entonces –me refiero, por ejemplo, a novedades como la colegialidad episcopal, el ecumenismo o el Novus Ordo– podía entenderse como una tentativa de responder a un deseo común de renovación en la onda reconstructora de la posguerra. Ante la prosperidad económica y los grandes acontecimientos políticos, daba la impresión de que la Iglesia tenía que modernizarse en algunos aspectos, o al menos eso decían todos, empezando por el Santo Padre. Quienes estaban acostumbrados a la disciplina preconciliar, al respeto a la autoridad y a venerar al Romano Pontífice no podían ni imaginar que lo que se nos presentaba como un medio de propagar la Fe y convertir muchas almas a la Iglesia era en realidad un vehículo, una trampa tras la cual se disimulaba en la mente de algunos la intención de destruir progresivamente la Fe y abandonar a las almas en el error y el pecado. Aquellas novedades no eran del gusto de casi nadie, y menos aun de los laicos, pero nos las presentaban como una especie de penitencia que había que aceptar en aras de una mayor difusión del Evangelio y del renacimiento moral y espiritual de un Occidente postrado por la guerra y amenazado por el materialismo.
Se introdujeron innovaciones radicales con Pablo VI, mediante la reforma litúrgica y la total prohibición de la Misa Tridentina. Me sentí dolido e impotente cuando, siendo joven secretario de la entonces Delegación Apostólica en Londres, la Santa Sede prohibió a la asociación Una Voce la celebración de una sola Misa según el rito antiguo en la cripta de la catedral de Westminster.
Durante el pontificado de Juan Pablo II algunas de las tendencias más extremas del Concilio cobraron impulso con el politeísmo de Asís, los encuentros en mezquitas y sinagogas, las peticiones de perdón por las Cruzadas y la Inquisición y la llamada purificación de la memoria. La potencia subversiva de Dignitatis humanae y de Nostra aetate se hizo patente en aquellos años.
Luego vino Benedicto XVI y trajo la liberación de la liturgia tradicional, a la que hasta entonces se habían opuesto declaradamente, a pesar de las concesiones pontificias posteriores a las consagraciones episcopales de Ecône. Desgraciadamente, las desviaciones ecuménicas no acabaron ni siquiera con Ratzinger, como tampoco la ideología conciliar que las justificaba. La renuncia de Benedicto y la llegada de Bergoglio siguieron abriendo los ojos a muchísimos, sobre todo a fieles laicos.
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