Via Crucis
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
El juez que cometió el crimen profesional más monstruoso de toda la historia no fue impulsado a ello por el tumulto de ninguna pasión ardiente. No lo cegó el odio ideológico, ni la ambición de nuevas riquezas, ni el deseo de complacer a ninguna Salomé. Lo movió a condenar al Justo el recelo de perder el cargo pareciendo poco celoso de las prerrogativas del César; el miedo de crear para sí complicaciones políticas, desagradando al populacho judío; el miedo instintivo de decir “no”, de hacer lo contrario de lo que se pide, de enfrentar el ambiente con actitudes y opiniones diferentes de las que en él imperan.
Vos, Señor, lo mirasteis por largo tiempo con aquella mirada que en un segundo obró la salvación de Pedro. Era una mirada en la que trasparecía vuestra suprema perfección moral, vuestra infinita inocencia, y sin embargo él os condenó.
¡Oh, Señor, cuántas veces imité a Pilatos! Cuántas veces por amor a mi carrera dejé que en mi presencia la ortodoxia fuese perseguida, y me callé. ¡Cuántas veces presencié de brazos cruzados la lucha y el martirio de los que defienden vuestra Iglesia! Y no tuve el coraje de darles siquiera una palabra de apoyo, por la abominable pereza de enfrentar a los que me rodean, de decir “no” a los que forman mi ambiente, por el miedo de ser “diferente de los demás”. Como si me hubieseis creado, Señor, no para imitaros sino para imitar servilmente a mis compañeros.
En aquel instante doloroso de la condenación, Vos sufristeis por todos los cobardes, por todos los indolentes, por todos los tibios… por mí, Señor.
Jesús mío, perdón y misericordia. Por la fortaleza de que me disteis ejemplo encarando la impopularidad y enfrentando la sentencia del magistrado romano, curad en mi alma la llaga de la molicie.
V. Tened piedad de nosotros, Señor
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
Se inicia así, mi adorado Señor, vuestra marcha hacia el lugar de la inmolación. No quiso el Padre Celestial que fueseis muerto de un golpe fulminante. Vos habríais de enseñarnos en vuestra Pasión, no sólo a morir, sino a enfrentar la muerte. Enfrentarla con serenidad, sin vacilación ni flaqueza, caminando hacia ella con el paso resuelto del guerrero que avanza hacia el combate; he ahí la admirable lección que me dais.
Frente al dolor, Dios mío, cuánta es mi cobardía. Ora contemporizo antes de tomar mi cruz; ora retrocedo, traicionando el deber; ora por fin, yo lo acepto, mas con tanto tedio, tanta molicie, que parezco odiar el fardo que vuestra voluntad me pone sobre los hombros.
En otras ocasiones, cuántas veces cierro los ojos para no ver el dolor. Me ciego voluntariamente con un optimismo estúpido, porque no tengo el coraje de enfrentar la prueba, y por eso me miento a mí mismo: “no es verdad que la renuncia a aquel placer se me impone para que no caiga en pecado; no es verdad que debo vencer aquel hábito que favorece mis más entrañadas pasiones; no es verdad que debo abandonar aquel ambiente, aquella amistad, que minan y arruinan toda mi vida espiritual; no, nada de esto es verdad…”, cierro los ojos, y arrojo a un lado mi cruz.
¡Jesús mío, perdonadme tanta pereza, y por la llaga que la Cruz abrió en vuestros hombros, curad, Padre de las Misericordias, la llaga horrible que en mi alma abrí con años enteros vividos en el relajamiento interior y en la condescendencia conmigo mismo!
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
¿Cómo, entonces, Señor? ¿No os era lícito abandonar vuestra Cruz? Pues si la cargasteis hasta que todas vuestras fuerzas se agotaron, hasta que el peso insoportable del madero os lanzara por tierra, ¿no estaba por demás probado que os era imposible proseguir? Estaba cumplido vuestro deber. Que los ángeles del Cielo llevasen ahora por Vos la Cruz. Vos habíais sufrido en toda la medida de lo posible. ¿Qué más habríais de dar?
Sin embargo, actuasteis de otro modo, y disteis a mi cobardía una alta lección. Agotadas vuestras fuerzas, no renunciasteis al fardo, sino que pedisteis más fuerzas aún, para cargar nuevamente la Cruz. Y las obtuvisteis.
Es difícil hoy la vida del cristiano. Obligado a luchar sin tregua contra sí mismo para mantenerse en la línea de los Mandamientos, parece una excepción extravagante en un mundo que ostenta en la lujuria y en la opulencia la alegría de vivir. Pesa en nuestros hombros la cruz de la fidelidad a vuestra Ley, Señor. Y a veces el aliento parece faltarnos.
En estos instantes de prueba, sofismamos: “Ya hicimos cuanto en nosotros estaba. Al final, son tan limitadas las fuerzas del hombre. Dios tendrá esto en cuenta… Dejemos caer la cruz a la vera del camino y hundámonos suavemente en la vida del placer”. ¡Ah, cuántas cruces abandonadas a la vera de nuestros caminos, quizás a la vera de mis caminos!
Dadme, Jesús, la gracia de quedar abrazado a mi cruz, aun cuando yo desfallezca bajo el peso de ella. Dadme la gracia de reerguirme siempre que hubiere desfallecido. Dadme, Señor, la gracia suprema de nunca salir del camino por donde debo llegar a lo alto de mi propio calvario.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
¿Quién, Señora, viéndoos así en llanto osaría preguntar por qué lloráis? Ni la tierra, ni el mar, ni todo el firmamento, podrían servir de término de comparación a vuestro dolor. Dadme, Madre mía, un poco por lo menos de ese dolor. Dadme la gracia de llorar a Jesús, con las lágrimas de una compunción sincera y profunda.
Sufrís en unión a Jesús. Dadme la gracia de sufrir como Vos y como Él. Vuestro mayor dolor no fue por contemplar los inexpresables padecimientos corporales de vuestro Divino Hijo. ¿Qué son los males del cuerpo en comparación con los del alma? ¡Si Jesús sufriese todos aquellos tormentos, pero a su lado hubiese corazones compasivos…! ¡Si el odio más estúpido, más injusto, más necio, no hiriese al Sagrado Corazón enormemente más de lo que el peso de la Cruz y los malos tratos herían el cuerpo de Nuestro Señor! Pero la manifestación tumultuosa del odio y de la ingratitud de aquellos a quienes Él había amado… a dos pasos, estaba un leproso a quien había curado… más lejos un ciego a quien había restituido la vista… poco más allá un sufridor a quien había devuelto la paz. Y todos pedían su muerte, todos le odiaban, todos le injuriaban. Todo esto hacía sufrir a Jesús inmensamente más que los inexpresables dolores que pesaban sobre su Cuerpo.
Y había algo peor, había el peor de los males. Había el pecado, el pecado declarado, el pecado inmenso, el pecado atroz. ¡Si todas aquellas ingratitudes fuesen hechas al mejor de los hombres, pero, por absurdo, no ofendiesen a Dios…! Mas ellas eran hechas al Hombre Dios, y constituían contra toda la Trinidad Santísima un pecado supremo. He ahí el mal mayor de la injusticia y de la ingratitud.
Este mal no está tanto en herir los derechos del bienhechor, sino en ofender a Dios. Y de tantas y tantas causas de dolor, la que más os hacía sufrir, Madre Santísima, Redentor Divino, era por cierto el pecado.
¿Y yo? ¿Me acuerdo de mis pecados? ¿Me acuerdo, por ejemplo, de mi primer pecado, o de mi pecado más reciente? ¿De la hora en que lo cometí, del lugar, de las personas que me rodeaban, de los motivos que me llevaron a pecar? Si yo hubiese pensado en toda la ofensa que os causa un pecado, ¿habría osado desobedeceros, Señor?
Oh, Madre mía, por el dolor del santo encuentro, obtenedme la gracia de tener siempre delante de los ojos a Jesús sufridor y llagado, precisamente como lo visteis en este paso de la Pasión.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
¿Quién era este Simón? ¿Qué se sabe de él, sino que era de Cirene? ¿Y qué sabe la generalidad de los hombres sobre Cirene, sino que era la tierra de Simón? Tanto el hombre como la ciudad emergieron de la oscuridad para la gloria, y para la más alta de las glorias, que es la gloria sagrada, en un momento en que muy distintos eran los pensamientos del Cirineo.
Él venía despreocupado por la calle. Pensaba tan sólo en los pequeños problemas y en los pequeños intereses de que se compone la vida menuda de la mayor parte de los hombres. Mas Vos, Señor, atravesasteis su camino con vuestras Llagas, vuestra Cruz, vuestro inmenso dolor. Y a este Simón le tocó tomar posición ante Vos. Forzáronlo a cargar la Cruz con Vos. O él la cargaría malhumorado, indiferente a Vos, procurando volverse simpático al pueblo por medio de algún nuevo modo de aumentar vuestros tormentos de alma y de cuerpo; o la cargaría con amor, con compasión, desdeñoso del populacho, procurando aliviaros, procurando sufrir en sí un poco de vuestro dolor, para que sufrieseis un poco menos. El Cirineo prefirió padecer con Vos. Y por esto su nombre es repetido con amor, con gratitud, con santa envidia, desde hace dos mil años, por todos los hombres de fe, en toda la faz de la tierra, y así continuará siendo hasta la consumación de los siglos.
También por mis caminos Vos pasasteis, mi Jesús. Pasasteis cuando me llamasteis de las tinieblas del paganismo para el seno de vuestra Iglesia, con el santo Bautismo. Pasasteis cuando mis padres me enseñaron a rezar. Pasasteis cuando en las clases de catecismo comencé a abrir mi alma para la verdadera doctrina católica. Pasasteis en mi primera Confesión, en mi primera Comunión, en todos los momentos en que vacilé y me amparasteis, en todos los momentos en que caí y me reerguisteis, en todos los momentos en que pedí y me atendisteis.
¿Y yo, Señor? Aun ahora pasáis por mí en este ejercicio del viacrucis. ¿Qué hago cuando vos pasáis por mí?
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
Diríase a primera vista, que mayor premio jamás hubo en la historia. En efecto, ¿qué rey tuvo en las manos tejido más precioso que aquel Velo? ¿Qué general tuvo bandera más augusta? ¿Qué gesto de coraje y dedicación fue recompensado con favor más extraordinario?
Sin embargo hay una gracia que vale mucho más que la de poseer milagrosamente estampada en un velo la Santa Faz del Salvador. En el Velo, la representación del Rostro divino fue hecha como en un cuadro. En la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, es hecha como en un espejo.
En sus instituciones, en su doctrina, en sus leyes, en su unidad, en su universalidad, en su insuperable catolicidad, la Iglesia es un verdadero espejo en el cual se refleja nuestro Divino Salvador. Más aún, Ella es el propio Cuerpo Místico de Cristo.
¡Y nosotros, todos nosotros, tenemos la gracia de pertenecer a la Iglesia, de ser piedras vivas de la Iglesia!
¡Cómo debemos agradecer este favor! No nos olvidemos, sin embargo, de que “noblesse oblige”. Pertenecer a la Iglesia es cosa muy alta y muy ardua. Debemos pensar como la Iglesia piensa, sentir como la Iglesia siente, actuar como la Iglesia quiere que procedamos en todas las circunstancias de nuestra vida. Esto supone un sentido Católico real, una pureza de costumbres auténtica y completa, una piedad profunda y sincera. En otros términos, supone el sacrificio de una existencia entera.
¿Y cuál es el premio? “Christianus alter Christus”. Yo seré de modo eximio una reproducción del propio Cristo. La semejanza de Cristo se imprimirá, viva y sagrada, en mi propia alma.
Ah, Señor, si es grande la gracia concedida a la Verónica, cuánto mayor es el favor que a mí me prometéis.
Os pido fuerza y resolución para, por medio de una fidelidad a toda prueba, alcanzarlo verdaderamente.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
Caer, quedar tendido en el suelo, quedar a los pies de todos, dar pública manifestación de ya no tener fuerzas, son éstas las humillaciones a que Vos os quisisteis sujetar, Señor, para mi lección. De Vos nadie se compadeció. Redoblaron las injurias y los malos tratos. Y mientras tanto Vuestra gracia solicitaba en vano, en lo íntimo de aquellos corazones empedernidos, un movimiento de piedad.
Aun en este momento quisisteis continuar vuestra Pasión para salvar a los hombres. ¿Qué hombres? Todos. Inclusive los que allí estaban aumentando de todos los modos vuestro dolor.
En mi apostolado, Señor, deberé continuar aun cuando todas mis obras estuviesen por el suelo, aun cuando todos se unieren para atacarme, aun cuando la ingratitud y la perversidad de aquellos a quienes quise hacer el bien se vuelvan contra mí.
No tendré la flaqueza de cambiar de camino para agradarlos. Mis vías sólo pueden ser las vuestras, esto es las vías de la ortodoxia, de la pureza, de la austeridad. Mas, en vuestros caminos sufriré por ellos. Y unidos mis dolores imperfectos a vuestro dolor perfecto, a vuestro dolor infinitamente precioso, continuaré haciéndoles bien. Para que se salven, o para que las gracias rechazadas se acumulen sobre ellos como brasas ardientes, clamando por castigo. Fue lo que hicisteis con el pueblo deicida, y con todos aquellos que hasta el final os rechazaron.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
No faltaron entonces almas buenas, que percibían la enormidad del pecado que se practicaba y temían la justicia divina.
¿No presencio yo algún pecado así? Hoy en día, ¿no es verdad que la Cátedra de Pedro es contestada, abandonada, traicionada? ¿No es verdad que las leyes, las instituciones, las costumbres son cada vez más hostiles a Jesucristo? ¿No es verdad que se construye todo un mundo, toda una civilización basada en la negación de Jesucristo? ¿No es verdad que Nuestra Señora habló en Fátima señalando todos estos pecados y pidiendo penitencia?
Sin embargo, ¿dónde está esa penitencia? ¿Cuántos son los que realmente ven el pecado y procuran señalarlo, denunciarlo, combatirlo, disputarle paso a paso el terreno, erguir contra él toda una cruzada de ideas, de actos, de viva fuerza si fuere necesario? ¿Cuántos son capaces de desplegar el estandarte de la ortodoxia absoluta y sin mancha, en los propios lugares donde campea la impiedad o la falsa piedad? ¿Cuántos son los que viven en unión con la Iglesia este momento que es trágico, como trágica fue la Pasión, este momento crucial de la historia en que una humanidad entera está optando por Cristo o contra Cristo?
¡Ah, Dios mío, cuántos miopes que prefieren no ver ni presentir la realidad que les entra por los ojos! ¡Cuánta calma, cuánto bienestar menudo, cuánta pequeña delicia rutinaria! ¡Cuánto sabroso plato de lentejas para comer!
Dadme, Jesús, la gracia de no ser de este número. La gracia de seguir vuestro consejo, esto es de llorar por nosotros y por los nuestros. No con un llanto estéril, sino con un llanto que se vierte a vuestros pies, y que, fecundado por Vos, se transforma para nosotros en perdón, en energías de apostolado, de lucha y de intrepidez.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
Estáis, Señor mío, más cansado, más débil, más llagado, más exangüe que nunca. ¿Qué os espera? ¿Llegasteis al término? No. Precisamente lo peor está por suceder. El crimen más atroz aún está por ser cometido. Los dolores mayores aún están por ser sufridos. Estáis por tierra por tercera vez y, sin embargo, todo esto que quedó atrás no es sino un prefacio. Y he aquí que os veo nuevamente moviendo ese Cuerpo que es todo él una llaga. Lo que parecía imposible se opera y una vez más os ponéis de pie lentamente, aunque cada movimiento sea para Vos un dolor más. Estáis ahí Señor, de pie, una vez más… con vuestra Cruz. Supisteis encontrar nuevas fuerzas, nuevas energías y continuáis. Tres caídas, tres lecciones iguales de perseverancia, cada una más pungente y más expresiva que la otra.
¿Por qué tanta insistencia? Porque es insistente nuestra cobardía. Nos resolvemos a tomar nuestra cruz, pero la cobardía vuelve siempre a la carga. Y para que ella quedase sin pretextos en nuestra flaqueza, quisisteis Vos mismo repetir tres veces la lección.
Sí, nuestra flaqueza no puede servirnos de pretexto. La gracia, que Dios nunca niega, puede lo que las fuerzas meramente naturales no podrían.
Dios quiere ser servido hasta el último aliento, hasta la extenuación de la última energía, y multiplica nuestras capacidades de sufrir y de actuar, para que nuestra dedicación llegue a los extremos de lo imprevisible, de lo inverosímil, de lo milagroso. La medida de amar a Dios consiste en amarlo sin medida, dijo San Francisco de Sales. La medida de luchar por Dios consiste en luchar sin medida, diríamos nosotros.
Yo, sin embargo, ¡cómo me canso de prisa! En mis obras de apostolado, el menor sacrificio me detiene, el menor esfuerzo me causa horror, la menor lucha me pone en fuga. Me gusta el apostolado, sí. Un apostolado enteramente conforme a mis preferencias y fantasías, al que me entrego cuando quiero, como quiero y porque quiero. Y después juzgo haber dado a Dios una inmensa limosna.
Pero Dios no se contenta con esto. Para la Iglesia, quiere Él toda mi vida, quiere organización, quiere sagacidad, quiere intrepidez; quiere la inocencia de la paloma, pero también la astucia de la serpiente; la dulzura de la oveja, mas también la cólera irresistible y avasalladora del león. Si fuera preciso sacrificar carrera, amistades, vínculos de parentesco, vanidades mezquinas, hábitos inveterados, para servir a Nuestro Señor, debo hacerlo. Pues este paso de la Pasión me enseña que a Dios debemos darlo todo, absolutamente todo, y después de haberlo dado todo aún debemos dar nuestra propia vida.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
Todo, sí, ¡absolutamente todo! Hasta vergüenza debemos sufrir por amor a Dios y para la salvación de las almas.
Ahí está la prueba. El Puro por excelencia fue desnudado, y los impuros le escarnecieron en su pureza. Y Nuestro Señor resistió a las burlas de la impureza.
¿No parece insignificante que resista a la burla quien ya resistió tantos tormentos? Sin embargo, esta otra lección nos era necesaria. Por el desprecio de una criada, San Pedro lo negó. ¡Cuántos hombres habrán abandonado a Nuestro Señor por temor al ridículo! Pues si hay gente que va a la guerra a exponerse a las balas y a la muerte para no ser escarnecida como cobarde, ¿no es cierto que hay hombres que tienen más temor a una risa que a cualquier otra cosa?
El Divino Maestro enfrentó el ridículo. Y nos enseñó que nada es ridículo cuando está en la línea de la virtud y del bien.
Enseñadme, Señor, a reflejar en mí, la majestad de vuestro semblante y la fuerza de vuestra perseverancia, cuando los impíos quieran manejar contra mí el arma del ridículo.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
La impiedad escogió para Vos, Señor mío, el peor de los tormentos finales. El peor, sí, pues es el que hace morir lentamente, el que produce sufrimientos mayores, el que más infamaba porque era reservado a los criminales más abyectos. Todo fue preparado por el infierno para haceros sufrir, ya sea en el alma, ya sea en el cuerpo. ¿Este odio inmenso no contiene para mí alguna lección? ¡Ay de mí, que jamás la comprenderé suficientemente, si no llegare a ser santo! Entre Vos y el demonio, entre el bien y el mal, entre la verdad y el error, hay un odio profundo, irreconciliable, eterno. Las tinieblas odian a la luz, los hijos de las tinieblas odian a los hijos de la luz, la lucha entre unos y otros durará hasta la consumación de los siglos, y jamás habrá paz entre la raza de la Mujer y la raza de la serpiente… Para que se comprenda la extensión inconmensurable, la inmensidad de este odio, contémplese todo cuanto él osó hacer. Es el Hijo de Dios que ahí está, transformado, según la frase de la Escritura, en un leproso en el cual nada existe de sano, en un ente que se retuerce como un gusano bajo la acción del dolor, detestado, abandonado, clavado en una cruz entre dos vulgares ladrones. El Hijo de Dios: ¡qué grandeza infinita, inimaginable, absoluta, se encierra en estas palabras! He ahí, sin embargo, lo que el odio osó contra el Hijo de Dios.
Y toda la historia del mundo, toda la historia de la Iglesia, no es sino esta lucha inexorable entre los que son de Dios y los que son del demonio, entre los que son de la Virgen y los que son de la serpiente. Lucha en la cual no hay apenas equívoco de la inteligencia, ni sólo flaqueza, sino también maldad, maldad deliberada, culpable, pecaminosa, en las huestes angélicas y humanas que siguen a Satanás.
He ahí lo que precisa ser dicho, comentado, recordado, acentuado, proclamado, y una vez más recordado a los pies de la Cruz. Pues somos tales, y el liberalismo a tal punto nos desfiguró, que estamos siempre propensos a olvidar este aspecto imprescindible de la Pasión.
Conocíalo bien la Virgen de las vírgenes, la Madre de todos los dolores, quien junto a su Hijo participaba de la Pasión. Conocíalo bien el Apóstol virgen que a los pies de la Cruz recibió a María como Madre, y con esto tuvo el mayor legado que jamás fue dado a un hombre recibir. Porque hay ciertas verdades que Dios reservó para los puros, y niega a los impuros.
Madre mía, en el momento en que hasta el buen ladrón mereció perdón, pedid que Jesús me perdone toda la ceguera con que he considerado la obra de las tinieblas que se trama a mi alrededor.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
Llegó por fin el ápice de todos los dolores. Es un ápice tan alto que se envuelve en las nubes del misterio. Los padecimientos físicos alcanzaron su extremo. Los sufrimientos morales alcanzaron su auge. Otro tormento debería ser la cumbre de tan inexpresable dolor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonasteis?” De cierto modo misterioso, el propio Verbo Encarnado fue afligido por la tortura espiritual del abandono en que el alma no tiene consolaciones de Dios. Y tal fue este tormento, que Él, de quien los evangelistas no registraron ni una sola palabra de dolor, profirió aquel grito dilacerante: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonasteis?”
Sí, ¿por qué? ¿Por qué, si era Él la propia inocencia? Abandono terrible seguido de la muerte, y de la perturbación de toda la naturaleza. El sol se veló. El cielo perdió su esplendor. La tierra se estremeció. El velo del templo se rasgó. La desolación cubrió todo el universo.
¿Por qué? Para redimir al hombre. Para destruir el pecado. Para abrir las puertas del Cielo. El ápice del sufrimiento fue el ápice de la victoria. Estaba muerta la muerte. La tierra purificada era como un gran campo devastado para que sobre ella se edificase la Iglesia.
Todo esto fue, pues, para salvar. Salvar a los hombres. Salvar a este hombre que soy yo. Mi salvación costó todo ese precio. Y yo no regatearé más sacrificio alguno para asegurar salvación tan preciosa. Por el Agua y por la Sangre que vertieron de vuestro divino Costado, por la llaga de vuestro Corazón, por los dolores de María Santísima, Jesús, dadme fuerzas para desapegarme de las personas, de las cosas que me pueden apartar de Vos. Mueran hoy, clavadas en la Cruz, todas las amistades, todos los afectos, todas las ambiciones, todos los deleites que de Vos me separaban.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
El reposo del Sepulcro os aguarda, Señor. En las sombras de la muerte, abrís el cielo a los justos del limbo mientras en la tierra, en torno de vuestra Madre, se reúnen unos pocos fieles para tributaros honras fúnebres. Hay en el silencio de estos instantes una primera claridad de esperanza que nace. Estos primeros homenajes que os son prestados son el marco inaugural de una serie de actos de amor de la humanidad redimida, que se prolongarán hasta el fin de los siglos.
Cuadro de dolor, de desolación, mas de mucha paz. Cuadro en que se presagia algo de triunfal en los cuidados indecibles con que Vuestro Divino Cuerpo es tratado.
Sí, aquellas almas piadosas se condolían, pero algo en ellas les hacía presentir en Vos al Triunfador glorioso.
Pueda yo también, Señor, en las grandes desolaciones de la Iglesia, ser siempre fiel, estar presente en las horas más tristes, conservando inquebrantable la certeza de que vuestra Esposa triunfará por la fidelidad de los buenos, ya que la asiste vuestra protección.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.
Corrióse la laja. Parece todo acabado. Es el momento en que todo comienza. Es el reagrupamiento de los Apóstoles. Es el renacer de las dedicaciones, de las esperanzas. La Pascua se aproxima.
Y al mismo tiempo, el odio de los enemigos ronda en torno del Sepulcro y de María Santísima y los Apóstoles.
Pero ellos no temen. Y dentro de poco tiempo rayará la mañana de la Resurrección. Pueda yo también, Señor Jesús, no temer. No temer cuando todo parezca perdido irremediablemente. No temer cuando todas las fuerzas de la tierra parecieren puestas en manos de vuestros enemigos. No temer porque estoy a los pies de Nuestra Señora, junto a la cual se reagruparán siempre, y siempre una vez más, para nuevas victorias, los verdaderos seguidores de vuestra Iglesia.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.
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