Vicente Berdusán, San José con el Niño Jesús , 1666, Museo de Zaragoza.
"Cuando se sintió el hambre en toda la tierra de Egipto,
el pueblo clamó al Faraón por pan;
y el Faraón dijo a todos los egipcios:
Id a José, y haced lo que él os diga".
(Gn. 41,55)
Quién y qué hombre fuese el bienaventurado José, se puede conjeturar por el título con el cual, aunque sólo por concesión divina y por su calidad de nutricio, mereció ser honrado: fue llamado y tenido como padre de Dios. También se puede conjeturar por su nombre propio, que sin vacilación alguna podemos interpretar por aumento. Recordemos a aquel gran patriarca vendido en otro tiempo en Egipto; y veremos que éste tuvo su mismo nombre, y su castidad, su inocencia y su gracia.
Aquel José vendido por la envidia de sus hermanos y llevado a Egipto, prefiguró la venta de Cristo; este José, huyendo de la envidia de Herodes, llevó a Cristo a la tierra de Egipto. Aquél, guardando lealtad a su Señor, no quiso consentir en el mal intento de su señora; éste, reconociendo Virgen a su Señora, la Madre de su Señor, fue su custodio fiel, conservándose él mismo castísimo. A aquél le fue dada la inteligencia de los misterios de los sueños; éste mereció ser sabedor y cooperador de los celestes misterios.
Aquél reservó el trigo, no para sí, sino para el pueblo; éste recibió el pan vivo del Cielo para guardarlo para sí y para todo el mundo. Con esto, bien se da a entender que este José, con quien se desposó la Madre del Salvador, fue hombre bueno y fiel. Siervo fiel y prudente, repito, a quien constituyó Dios consuelo de su Madre, sustentador de su cuerpo, y finalmente, el solo coadjutor fidelísimo sobre la tierra del gran designio.
San Bernardo, Abad
Breviario Romano
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