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Ya Cristo, atravesando por la región de los astros,
había subido al lugar de donde había venido,
y de donde debía enviarnos, para nuestro gozo,
el don del Padre, el Espíritu Santo.
Habiendo ya transcurrido siete veces
el ciclo misterioso de los siete días,
llegó el día solemne que señalaría
el comienzo de una era dichosa.
En la hora tercera del día, resuena súbitamente
en el mundo la voz del trueno
que anuncia a los apóstoles, entregados a la oración,
la venida del mismo Dios.
De la luz, pues, del Padre
desciende un brillante fuego santo,
que abrasa los pechos amantes
de Cristo, con los ardores del Verbo.
Gózanse los corazones llenos
de los dones del Espíritu Santo,
y con voces diversas publican
las grandezas divinas.
Son comprendidos por todos los pueblos,
por los griegos, por los latinos
y por los bárbaros, con admiración de todos,
hablan todas las lenguas.
Los judíos aún incrédulos,
guiados por su insano odio,
acusan por ebrios de vino
a los discípulos de Cristo.
Mas con el testimonio de los milagros
que realiza les responde y enseña Pedro,
demostrando la falsedad de sus voces
con el testimonio de Joel.
A Dios Padre sea la gloria,
y al Hijo que resucitó de entre los muertos,
juntamente con el Paráclito
por los siglos eternos.
Amén.
(Breviario Romano -Maitines Pentecostés)
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