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Ampliación - Nota histórica: La ejecución de Luis XVI, la cual tuvo lugar el lunes 21 de enero de 1793, fue uno de los acontecimientos más importantes de la Revolución francesa, celebrada ésta hoy 14 de Julio en todo el mundo en general por los gobiernos judeomasónicos y anticlericales y por multitud de entidades afines.
Aquél día, decíamos (21-1-1793), Luis XVI se despertó a las 5:00 horas y se vistió con la ayuda de su valet Jean-Baptiste Cléry. Posteriormente se reunió con el cura irlandés no juramentado Henry Essex Edgeworth de Firmont para confesarse. El rey oyó su última misa, celebrada mediante una dirección especial de las autoridades y oficiada por Cléry, y recibió la comunión. Siguiendo el consejo de Edgeworth, Luis XVI evitó un último encuentro con su familia. A las 7:00 horas confesó sus últimas voluntades a Edgeworth: su anillo con el sello real sería destinado al delfín y su anillo de bodas a la reina. Tras recibir la bendición del cura, Luis XVI se reunió con Antoine Joseph Santerre, comandante de la guardia.
A su salida de la prisión del Temple, donde la familia real llevaba recluida desde el mes de agosto de 1792, el rey se sentó en un carruaje de color verde estacionado en uno de los patios del edificio. Edgeworth se sentó a su lado, mientras dos militares ocuparon los asientos opuestos. El carruaje abandonó la prisión alrededor de las 9:00 horas. A las 10:00 horas, el carruaje llegó a la plaza y se adentró en la zona en donde había sido erigido el cadalso.
El relato se lo dejamos a la exquisita prosa poética de Alberto Camus:
“El 21 de enero, con el asesinato del rey-sacerdote, se acaba lo que se ha llamado significativamente la pasión de Luis XVI. Por cierto, es un repugnante escándalo el haber presentado como un gran momento de nuestra historia el asesinato público de un hombre débil y bueno. Bien lejos está este cadalso de marcar una cumbre. Queda por lo menos que, por sus considerandos y sus consecuencias, el juicio del rey se encuentra en la bisagra de nuestra historia contemporánea. Simboliza la desacralización de esta historia y la desincarnación del dios cristiano. Dios hasta ahora tomaba parte en la historia a través de los reyes. Pero se mata a su representante histórico; no hay más rey. Queda sólo una apariencia de Dios relegado en el cielo de los principios.
Los revolucionarios bien pueden apelar al Evangelio. De hecho, asestan al cristianismo un terrible golpe del que no se ha levantado todavía. En verdad, parece que la ejecución del rey, seguida, como se sabe, de escenas convulsivas de suicidio o de locura, se ha desarrollado toda entera en la consciencia de lo que se cumplía. Luis XVI parece haber, alguna vez, dudado de su derecho divino, aunque haya rechazado sistemáticamente todos los proyectos de ley que atentaban contra su fe. Pero a partir del momento que intuye o conoce su suerte, parece identificarse –su lenguaje lo muestra- con su misión divina, a fin de que sea claramente dicho que el atentado contra su persona apunta al rey-cristo, a la encarnación divina, y no a la carne asustada del hombre. Su libro de cabecera, en el Temple, es la “Imitación de Cristo”.
La dulzura, la perfección que este hombre, de sensibilidad sin embargo mediana, muestra en sus últimos momentos, sus observaciones indiferentes acerca de todo lo que pertenece al mundo exterior y, para terminar, su breve vacilación sobre el cadalso solitario, ante este terrible tambor que cubría su voz, tan lejos de este pueblo del que esperaba hacerse oír, todo eso permite imaginar que no es Capeto quien muere, sino Luis de derecho divino, y con él, en cierto modo, la cristiandad temporal. Para todavía afirmar mejor este vínculo sagrado, su confesor lo sostiene en su vacilación recordándole su parecido con el dios de dolor. Y Luis XVI entonces vuelve en sí usando a su vez el lenguaje de este dios: “Beberé, dice, el cáliz hasta el final”. Después, estremeciéndose, se abandona a las manos innobles del verdugo.”
Visto en Revista Verbo - Año XXXI - Julio 1989
Ampliación - Nota histórica: La ejecución de Luis XVI, la cual tuvo lugar el lunes 21 de enero de 1793, fue uno de los acontecimientos más importantes de la Revolución francesa, celebrada ésta hoy 14 de Julio en todo el mundo en general por los gobiernos judeomasónicos y anticlericales y por multitud de entidades afines.
Aquél día, decíamos (21-1-1793), Luis XVI se despertó a las 5:00 horas y se vistió con la ayuda de su valet Jean-Baptiste Cléry. Posteriormente se reunió con el cura irlandés no juramentado Henry Essex Edgeworth de Firmont para confesarse. El rey oyó su última misa, celebrada mediante una dirección especial de las autoridades y oficiada por Cléry, y recibió la comunión. Siguiendo el consejo de Edgeworth, Luis XVI evitó un último encuentro con su familia. A las 7:00 horas confesó sus últimas voluntades a Edgeworth: su anillo con el sello real sería destinado al delfín y su anillo de bodas a la reina. Tras recibir la bendición del cura, Luis XVI se reunió con Antoine Joseph Santerre, comandante de la guardia.
A su salida de la prisión del Temple, donde la familia real llevaba recluida desde el mes de agosto de 1792, el rey se sentó en un carruaje de color verde estacionado en uno de los patios del edificio. Edgeworth se sentó a su lado, mientras dos militares ocuparon los asientos opuestos. El carruaje abandonó la prisión alrededor de las 9:00 horas. A las 10:00 horas, el carruaje llegó a la plaza y se adentró en la zona en donde había sido erigido el cadalso.
El relato se lo dejamos a la exquisita prosa poética de Alberto Camus:
Luis XVI y el abad Edgeworth de Firmont al pie de la guillotina, el 21 de enero de 1793, por Charles Benazech. ************ |
El hombre rebelde, por Alberto Camus
Los revolucionarios bien pueden apelar al Evangelio. De hecho, asestan al cristianismo un terrible golpe del que no se ha levantado todavía. En verdad, parece que la ejecución del rey, seguida, como se sabe, de escenas convulsivas de suicidio o de locura, se ha desarrollado toda entera en la consciencia de lo que se cumplía. Luis XVI parece haber, alguna vez, dudado de su derecho divino, aunque haya rechazado sistemáticamente todos los proyectos de ley que atentaban contra su fe. Pero a partir del momento que intuye o conoce su suerte, parece identificarse –su lenguaje lo muestra- con su misión divina, a fin de que sea claramente dicho que el atentado contra su persona apunta al rey-cristo, a la encarnación divina, y no a la carne asustada del hombre. Su libro de cabecera, en el Temple, es la “Imitación de Cristo”.
La dulzura, la perfección que este hombre, de sensibilidad sin embargo mediana, muestra en sus últimos momentos, sus observaciones indiferentes acerca de todo lo que pertenece al mundo exterior y, para terminar, su breve vacilación sobre el cadalso solitario, ante este terrible tambor que cubría su voz, tan lejos de este pueblo del que esperaba hacerse oír, todo eso permite imaginar que no es Capeto quien muere, sino Luis de derecho divino, y con él, en cierto modo, la cristiandad temporal. Para todavía afirmar mejor este vínculo sagrado, su confesor lo sostiene en su vacilación recordándole su parecido con el dios de dolor. Y Luis XVI entonces vuelve en sí usando a su vez el lenguaje de este dios: “Beberé, dice, el cáliz hasta el final”. Después, estremeciéndose, se abandona a las manos innobles del verdugo.”
Visto en Revista Verbo - Año XXXI - Julio 1989
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